EL ÁRBOL.
(JACQUES LOEW)
Un viajero caminaba por un pueblo que le era completamente desconocido. Después de haber recorrido un extenso valle estrecho y sinuoso que le ocultaba el horizonte, he aquí que aparece improvisadamente una llanura. Aquí se encuentra frente a un árbol que jamás había visto, un árbol de extraordinarias dimensiones, un árbol no comparable con ningún otro sobre la tierra.
El viajero vio ante todo las raíces de este árbol, raíces poderosas, que levantaban la tierra. Después vio el tronco, un tronco tan grueso que no pudo abarcarlo con una sola mirada. Por fin vio las hojas del árbol, unas hojas tan frondosas, que se extendían tan altas que no le era posible distinguir la copa del árbol.
El árbol era para él tan grande que no lograba de ninguna manera percibir la grandeza.
Queriendo contemplar el árbol, el viajero se acercó simplemente al tronco: lo examinó, miró su corteza rugosa, aquellos pocos decímetros cuadrados que tenía a la vista.
Y mirando de cerca la corteza, vio algunas inscripciones dejadas por otros viajeros; letras y fechas ambiguas.
Después continuó examinando la corteza: percibe líquenes y musgo que han crecido como pueden crecer hongos o musgo en los viejos troncos del árbol.
El viajero vio también ramas secas al pie del árbol y, en ciertos puntos del inmenso tronco, partes excavadas en las que la vida se había retirado.
Y se alejó diciendo: “He encontrado un árbol medio muerto”,
El viajero se equivocó. Debería haber hecho el esfuerzo de retirarse tal vez un kilómetro hacia atrás, para ver el árbol en todo su esplendor y en toda su majestuosidad. Pero no tuvo el coraje de hacerlo. Tan sólo vio una pequeña parte.
No cometamos, por lo tanto, el error de aquel viajero. Miremos la vida en su totalidad.
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