Ni siquiera se despidió de los suyos el día que decidió marchar de casa. Atrás quedó su familia y todos los recuerdos que habían constituido su vida hasta aquel entonces. Quería ser libre y descubrir nuevas experiencias.
Casi un año después se dio cuenta de que había malgastado el dinero y la salud. Caminaba perdido por las calles solitarias de una fría ciudad, y no hacía otra cosa que pensar en los suyos.
De tanto en tanto le rondaba la idea de volver a casa, pero la desechaba. Unas veces por temor a ser mal recibido, otras porque no se sentía con fuerzas para llevar una vida ordenada.
Sin embargo, venció los temores y un buen día se atrevió a escribir a los suyos. En la carta les pedía perdón y les decía que, aunque no se atrevía a pedirlo, estaba deseando volver al hogar con todas sus fuerzas.
Terminaba la carta diciéndoles que si ellos –padres y hermanos- estaban dispuestos a acogerle, que pusieran un pañuelo blanco colgado del árbol que había junto a su casa, al lado de la vía de ferrocarril. Si él veía el pañuelo, bajaría en la estación; de lo contrario, aceptaría la decisión de la familia y continuaría el viaje…
Durante el viaje estuvo imaginando una y otra vez el árbol, unas veces lo veía con un pequeño pañuelo blanco, quizás atado en la rama que más cercana estaba de la vía del tren… otras, también imaginaba el árbol sin ningún pañuelo, solitario y desnudo.
Cuando el tren pasó velozmente frente a su casa, contemplo el viejo árbol… y no pudo reprimir un gesto de gozo intenso: No sólo había un pañuelo atado a una rama. Todo el árbol estaba repleto de pañuelos, unos grandes y otros pequeños, unos blancos y otros de colores… como si hubiera florecido un perdón amplio y blanco como la paz.
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