El mayor se llamaba Frank y tenía veinte años. Y el pequeño era Tedy, que tenía dieciocho. Estaban siempre juntos y eran muy amigos desde los primeros cursos de Primaria. Juntos decidieron enrolarse como voluntarios en el ejército. Y al marchar prometieron ante sus padres que se cuidarían y apoyarían el uno al otro.
Tuvieron suerte y los dos fueron destinados al mismo cuartel y al mismo batallón. Aquel batallón fue destinado a la guerra. Una guerra terrible entre las arenas ardientes del desierto. Al principio y durante unas semanas Frank y Ted se quedaron acampados en la retaguardia y protegidos de los bombardeos. Pero una tarde llegó la orden de avanzar en el territorio enemigo. Los soldados avanzaron durante toda la noche, amenazados por un fuego infernal. Al amanecer el batallón se replegó en una aldea.
Pero Ted no estaba. Frank lo buscó por todas partes, entre los heridos, entre los muertos. Al fin encontró su nombre en la lista de desaparecidos. Se presentó al comandante.
-Vengo a solicitarle permiso para ir a buscar a mi amigo -le dijo.
-Es demasiado peligroso -respondió el comandante. Hemos perdido ya a tu amigo. Te perderíamos también a ti. Fuera siguen disparando.
Frank, sin embargo, partió. Tras unas horas de búsqueda angustiosa, encontró a Ted herido mortalmente. Agonizaba. Lo cargó sobre sus hombros. Pero un cascote de metralla lo alcanzó. Siguió arrastrándose hasta el campamento.
-¿Crees que valía la pena arriesgarse a morir por salvar a un muerto? -le gritó el comandante.
-Si -murmuró-, porque antes de morir, Ted me dijo: "Frank, sabía que vendrías".
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