domingo, 7 de marzo de 2010

EL ABRIGO DE LA SEÑORA.

Katherine Mansfield

Aunque la jornada fuese límpida y cálida, la señora Brill se alegraba de haberse puesto su collarín de piel de visón sobre el abrigo. Era hermoso sentir el pelo suave de aquel preciado animalillo de nuevo alrededor del cuello.

Lo había sacado de la caja de cartón aquella tarde, sacudiendo el olor a naftalina. Lo había cepillado con energía, y le había devuelto la vida, lustrando los pequeños ojos de vidrio.

Era bello verlos de nuevo animarse, guiñar sutilmente. Le escuchaba en la oreja derecha, que se mordía la cola por la alegría de haber sido sacado de la caja grande de cartón, para la aventura del Domingo: el paseo en el Parque, donde la Banda Municipal daba un concierto para todos en los días de fiesta.

Sentada en el banquillo - siempre el mismo cada domingo -, la señora Brill contemplaba feliz el ya bien conocido escenario. En el kiosco verde los músicos tocaban, con nuevo entusiasmo, las mismas sintonías (siempre iguales).

Alrededor, la gente iba y venía, saludaba, se encontraba de nuevo, intercambiaba comentarios con las mismas personas conocidas de vista de siempre.

La señora Brill se divertía, siempre luciendo al cuello su visón.

En aquel momento dos jóvenes enamorados tomaron asiento en la parte opuesta del banquillo. Estaban bien vestidos, con elegancia sobria y moderna, y charlaban bajo, con ternura. La señora Brill, interesada, se preparó para escucharlos.

"No, ahora no", decía la muchacha. "Aquí no, aquí no podré".

"Pero, ¿por qué?", insistía el compañero. "¿Por miedo a aquella vieja tonta, sentada allá en el extremo del banquillo? Ya, ¿y para qué viene, digo yo?, ¿a quién le agrada? Sería mejor que se quedara en casa, ella y aquella bestia antediluviana que llevaba alrededor del cuello."

"¡Precisamente es el visón lo que me hace reír y me da pena al mismo tiempo! ¡Qué tonta y salvaje que es! ¡Además, parece una merluza frita!"

"¡Pero que se vaya y que nos deje en paz!", gritó el muchacho con rabia. Después, inclinándose hacia ella: "Dime, pequeña mía..."

De ordinario, al regresar a casa, la señora Brill se tomaba el lujo de entrar en la panadería y comprarse un pastel. Era su festín dominical. Algunas veces en el pastel había una almendra, otras no. Esto era una sorpresa.

Pero aquel día pasí sin entrar en la panadería. Subió lentamente las escaleras, entró en la pequeña habitación oscura, muy parecida a un rinconcillo enmohecido. Permaneció por mucho tiempo sentada, mirando la caja grande de cartón todavía abierta sobre la cama y pensando las palabras que le habían dedicado los dos jóvenes.

Después, se quitó del cuello del abrigo la piel de visón, y sin mirarlo, lo extendió dentro de la caja. Pero cuando puso la tapa, tuvo la impresión de oír un extraño lamento. Era el visón que lloraba.

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