EL MEJOR POLEN.
(ANTHONY DE MELLO)
Un agricultor, cuyo maíz siempre había obtenido el primer premio en la Feria del Estado, tenía la costumbre de compartir sus mejores semillas de maíz con todos los demás agricultores de los contornos.
El resto de agricultores de la comarca, acostumbrados a competir entre ellos y a guardar celosamente sus semillas, estaban intrigados por aquella muestra de generosidad. Por fin decidieron investigar el motivo.
Cuando le preguntaron por qué lo hacía, dijo:
“En realidad, es por puro interés. El viento tiene la virtud de trasladar el polen de unos campos a otros. Por eso, si mis vecinos cultivaran un maíz de clase inferior, la polinización rebajaría la calidad de mi propio maíz. Esta es la razón por la que me interesa enormemente que sólo planten el mejor maíz”.
La calidad de vida de quienes conviven con nosotros también repercute en nuestra vida.
UN MINUTO PARA EL ABSURDO.
sábado, 25 de abril de 2009
LA CAMISA.
LA CAMISA
(ANDERSEN)
Había una vez un joven que no sabía adaptarse a su existencia. Se sentía infeliz por la suerte que el destino le había designado, y pensó pedir consejo a un sabio.
“La felicidad es algo difícil de encontrar en el mundo”, suspiró el viejo cabeceando. “Pero todavía existe un medio. Basta que logres encontrar la camisa de un hombre feliz, y te la pongas”.
Lleno de esperanza, el joven agradeció al anciano su consejo y se fue en busca del talismán.
Llega al palacio de un Rey. Logró cautivar la simpatía de un servidor y obtener de él una camisa perteneciente al soberano. Enseguida se la puso, persuadido de haber alcanzado la felicidad. Pero no fue así. Seguía sintiéndose deprimido y descontento.
Y no tardó en comprender el motivo de tal fracaso: el rey estaba muy lejos de ser feliz. Entre los quehaceres del Estado y líos diplomáticos, el pobre no tenía un momento de paz. Su camisa no podía ser el talismán aconsejado.
Por lo tanto, el joven abandonó la Corte y emprendió viaje. Llego a la morad de un famoso filósofo que tenía la fama de ser el Sabio de los Sabios.
El joven se hizo su discípulo, y esto le permitió meter las manos en una de sus camisas. Inmediatamente se la puso, pero sin advertir ningún género de felicidad. Perplejo, confesó todo al filósofo, quien le dijo:
“En verdad, hijo mío, la mía no puede ser la camisa buscada por ti. Yo he alcanzado la suprema sabiduría, y precisamente por esto sé que no puedo ser feliz. Esta es la enseñanza que he extraído de todos los libros que he leído”.
El joven le restituyó la camisa y se puso en camino. Llegó a la casa de un célebre pintor que todo el mundo admiraba.
Con la excusa de querer adquirir un cuadro, se hizo presentar, y junto con el cuadro pide al pintor que le venda también una camisa suya. Se la puso esa misma tarde, pero no por esto se sintió confortado. Y poco a poco aprendió el motivo: el arte había donado al pintor la gloria, pero no la felicidad; su fama le había creado toda suerte de envidias e intrigas.
El joven se quitó de encima también aquella camisa y prosiguió su camino. Llegó a un suntuoso palacio, morada de un comerciante muy rico.
Todas las semanas distribuía a los pobres monedas de oro, así como objetos y trajes usados; por esto no le fue difícil al joven obtener una camisa suya. Pero enseguida se dio cuenta de que también ésta no le producía ningún efecto benéfico. La vida del pobre comerciante no era de envidiar.
Ya desilusionado y desesperanzado de poder encontrar el talismán codiciado, el joven reemprende el camino de retorno.
Pasando cerca de un campo, le llega el eco de una suave canción. Era un campesino que cantaba a todo pulmón, mientras con el arado surcaba la tierra.
“¡He aquí un hombre que ciertamente posee la felicidad!” Pensó el joven.
Y acercándose a él, le dijo: “Buen hombre, dime si eres feliz”.
“¿Y por qué no debería de serlo?”, responde el otro.
“Pero, ¿no deseas nada?”
“No, propiamente nada”
“¿No cambiarías tu suerte con la de un rey?
“¡Ni en sueños!”
“Y bien, ¿quisieras venderte tu camisa?”
El campesino estalló en una sonora carcajada, y mostrando el pecho y las espaldas desnudas al sol, respondió:
“¿Mi camisa? ¡Pero si yo no tengo camisa!”.
(ANDERSEN)
Había una vez un joven que no sabía adaptarse a su existencia. Se sentía infeliz por la suerte que el destino le había designado, y pensó pedir consejo a un sabio.
“La felicidad es algo difícil de encontrar en el mundo”, suspiró el viejo cabeceando. “Pero todavía existe un medio. Basta que logres encontrar la camisa de un hombre feliz, y te la pongas”.
Lleno de esperanza, el joven agradeció al anciano su consejo y se fue en busca del talismán.
Llega al palacio de un Rey. Logró cautivar la simpatía de un servidor y obtener de él una camisa perteneciente al soberano. Enseguida se la puso, persuadido de haber alcanzado la felicidad. Pero no fue así. Seguía sintiéndose deprimido y descontento.
Y no tardó en comprender el motivo de tal fracaso: el rey estaba muy lejos de ser feliz. Entre los quehaceres del Estado y líos diplomáticos, el pobre no tenía un momento de paz. Su camisa no podía ser el talismán aconsejado.
Por lo tanto, el joven abandonó la Corte y emprendió viaje. Llego a la morad de un famoso filósofo que tenía la fama de ser el Sabio de los Sabios.
El joven se hizo su discípulo, y esto le permitió meter las manos en una de sus camisas. Inmediatamente se la puso, pero sin advertir ningún género de felicidad. Perplejo, confesó todo al filósofo, quien le dijo:
“En verdad, hijo mío, la mía no puede ser la camisa buscada por ti. Yo he alcanzado la suprema sabiduría, y precisamente por esto sé que no puedo ser feliz. Esta es la enseñanza que he extraído de todos los libros que he leído”.
El joven le restituyó la camisa y se puso en camino. Llegó a la casa de un célebre pintor que todo el mundo admiraba.
Con la excusa de querer adquirir un cuadro, se hizo presentar, y junto con el cuadro pide al pintor que le venda también una camisa suya. Se la puso esa misma tarde, pero no por esto se sintió confortado. Y poco a poco aprendió el motivo: el arte había donado al pintor la gloria, pero no la felicidad; su fama le había creado toda suerte de envidias e intrigas.
El joven se quitó de encima también aquella camisa y prosiguió su camino. Llegó a un suntuoso palacio, morada de un comerciante muy rico.
Todas las semanas distribuía a los pobres monedas de oro, así como objetos y trajes usados; por esto no le fue difícil al joven obtener una camisa suya. Pero enseguida se dio cuenta de que también ésta no le producía ningún efecto benéfico. La vida del pobre comerciante no era de envidiar.
Ya desilusionado y desesperanzado de poder encontrar el talismán codiciado, el joven reemprende el camino de retorno.
Pasando cerca de un campo, le llega el eco de una suave canción. Era un campesino que cantaba a todo pulmón, mientras con el arado surcaba la tierra.
“¡He aquí un hombre que ciertamente posee la felicidad!” Pensó el joven.
Y acercándose a él, le dijo: “Buen hombre, dime si eres feliz”.
“¿Y por qué no debería de serlo?”, responde el otro.
“Pero, ¿no deseas nada?”
“No, propiamente nada”
“¿No cambiarías tu suerte con la de un rey?
“¡Ni en sueños!”
“Y bien, ¿quisieras venderte tu camisa?”
El campesino estalló en una sonora carcajada, y mostrando el pecho y las espaldas desnudas al sol, respondió:
“¿Mi camisa? ¡Pero si yo no tengo camisa!”.
EL RABINO.
EL RABINO.
(ANTHONY DE MELLO)
Le intrigaba a la comunidad judía de aquella ciudad el que su rabino desapareciera todas las semanas la víspera del sábado. Todos le consideraban un buen judío y presentían que el sábado no realizaría ningún trabajo, tal como estaba mandado por la religión judía, sino que se dedicaría a la oración y la contemplación de Dios.
Sospechando que el rabino se encontraba en secreto con Yavé, encargaron a uno de sus miembros que le siguiera y fuera testigo de sus encuentros con Dios… así podrían considerarle como un santo.
Y el “espía” comprobó que el rabino, llegado el sábado, se disfrazaba de campesino y atendía a una mujer pagana paralítica, limpiando su cabaña y preparando para ella la comida del sábado.
Cuando el “espía” regresó, la comunidad judía le preguntó:
“¿Adonde ha ido el rabino? ¿Le has visto ascender al cielo?”.
“No”, respondió el otro, “ha subido aún más arriba…”
(ANTHONY DE MELLO)
Le intrigaba a la comunidad judía de aquella ciudad el que su rabino desapareciera todas las semanas la víspera del sábado. Todos le consideraban un buen judío y presentían que el sábado no realizaría ningún trabajo, tal como estaba mandado por la religión judía, sino que se dedicaría a la oración y la contemplación de Dios.
Sospechando que el rabino se encontraba en secreto con Yavé, encargaron a uno de sus miembros que le siguiera y fuera testigo de sus encuentros con Dios… así podrían considerarle como un santo.
Y el “espía” comprobó que el rabino, llegado el sábado, se disfrazaba de campesino y atendía a una mujer pagana paralítica, limpiando su cabaña y preparando para ella la comida del sábado.
Cuando el “espía” regresó, la comunidad judía le preguntó:
“¿Adonde ha ido el rabino? ¿Le has visto ascender al cielo?”.
“No”, respondió el otro, “ha subido aún más arriba…”
PENSAR BIEN DE LOS DEMÁS.
PENSAR BIEN DE LOS DEMÁS.
(ANTHONY DE MELLO)
Érase una vez un sacerdote tan santo que jamás pensaba mal de nadie.
Un día, estaba sentado en un restaurante tomando una taza de café – que era todo lo que podía tomar, por ser día ayuno y abstinencia- cuando, para su sorpresa, vio a un joven miembro de su congregación devorando un enorme filete en la mesa de al lado.
“Espero no haberle escandalizado, padre”, dijo el joven con una sonrisa.
“De ningún modo. Supongo que has olvidado que hoy es día de ayuno y abstinencia”, replicó el sacerdote.
“No, padre. Lo he recordado perfectamente…”
“Entonces, seguramente estás enfermo y el médico te ha prohibido ayunar…”
“En absoluto. No puedo estar más sano.”
Entonces, el sacerdote alzó sus ojos al cielo y dijo:
¡”Qué extraordinario ejemplo nos da esta joven generación, Señor! ¿Has visto cómo este joven prefiere reconocer sus pecados antes que decir una mentira?”.
(ANTHONY DE MELLO)
Érase una vez un sacerdote tan santo que jamás pensaba mal de nadie.
Un día, estaba sentado en un restaurante tomando una taza de café – que era todo lo que podía tomar, por ser día ayuno y abstinencia- cuando, para su sorpresa, vio a un joven miembro de su congregación devorando un enorme filete en la mesa de al lado.
“Espero no haberle escandalizado, padre”, dijo el joven con una sonrisa.
“De ningún modo. Supongo que has olvidado que hoy es día de ayuno y abstinencia”, replicó el sacerdote.
“No, padre. Lo he recordado perfectamente…”
“Entonces, seguramente estás enfermo y el médico te ha prohibido ayunar…”
“En absoluto. No puedo estar más sano.”
Entonces, el sacerdote alzó sus ojos al cielo y dijo:
¡”Qué extraordinario ejemplo nos da esta joven generación, Señor! ¿Has visto cómo este joven prefiere reconocer sus pecados antes que decir una mentira?”.
EL PERRO.
EL PERRO
(ÁRABE. LAS MIL Y UNA NOCHES)
Se cuenta que un hombre, reducido a la mendicidad, abandonó su gente y se fue a la aventura.
Extenuado por el hambre y el cansancio, llegó a una ciudad de grandiosos palacios, y se encontró siguiendo a un grupo de altos personajes, todos encaminados en la misma dirección.
La comitiva entró en una especie de palacio real, donde un anfitrión de aspecto imponente recibía a los visitantes rodeado de pajes. Se les ofreció un suntuoso banquete; pero nuestro hombre se mantuvo apartado, escondido y todo confundido, con la esperanza de que nadie lo descubriera.
Mientras el mendigo permanecía escondido y todos comían, he aquí que llega un paje con cuatro perros de caza, vestidos con gualdrapa de brocados, collares de oro y frenos de plata. El lacayo amarró cada perro al puesto que le estaba reservado, y puso delante de cada uno de ellos un plato de oro colmado de exquisitos manjares.
Afligido por el hambre, el hombre contemplaba aquella comida, y hubiera deseado acercarse a uno de aquellos perros para comer con él, pero el miedo se lo impedía.
Cuando he aquí que uno de los perros levantó los ojos del plato y lo miró: El Altísimo le inspiraba el conocimiento de las condiciones de aquel desgraciado. El perro se apartó del plato, haciendo una señal al hombre para que se acercara.
El mendigo se acercó y comió; después hizo ademán de irse, pero el perro le hizo una señal para que se llevara también el plato, con la comida que había quedado; y con la pata lo empujaba hacia él. Entonces el hombre recogió el plato que era de oro macizo, y huyó del palacio sin que nadie lo advirtiese.
Atontado por lo sucedido, estaba pensando para sí:
“¿Pero cómo es posible que un perro –criatura inferior y privado de inteligencia- se haya dado cuenta de un hecho que escapaba a la mirada del hombre, y haya sido capaz de cumplir con una acción tan noble?”
Entonces le respondió el Espíritu de Dios que habla al corazón:
“Yo me sirvo de cualquier criatura mía para mis fines de misericordia. Estaba hablando a cada uno de aquellos comensales, pero ninguno prestaba atención a mis palabras. Todos estaban muy ocupados en sus asuntos. Solamente aquel perro lo oyó, y haciéndome caso, ha llegado a ser así el vehículo de mi providencia para ayudarte”.
(ÁRABE. LAS MIL Y UNA NOCHES)
Se cuenta que un hombre, reducido a la mendicidad, abandonó su gente y se fue a la aventura.
Extenuado por el hambre y el cansancio, llegó a una ciudad de grandiosos palacios, y se encontró siguiendo a un grupo de altos personajes, todos encaminados en la misma dirección.
La comitiva entró en una especie de palacio real, donde un anfitrión de aspecto imponente recibía a los visitantes rodeado de pajes. Se les ofreció un suntuoso banquete; pero nuestro hombre se mantuvo apartado, escondido y todo confundido, con la esperanza de que nadie lo descubriera.
Mientras el mendigo permanecía escondido y todos comían, he aquí que llega un paje con cuatro perros de caza, vestidos con gualdrapa de brocados, collares de oro y frenos de plata. El lacayo amarró cada perro al puesto que le estaba reservado, y puso delante de cada uno de ellos un plato de oro colmado de exquisitos manjares.
Afligido por el hambre, el hombre contemplaba aquella comida, y hubiera deseado acercarse a uno de aquellos perros para comer con él, pero el miedo se lo impedía.
Cuando he aquí que uno de los perros levantó los ojos del plato y lo miró: El Altísimo le inspiraba el conocimiento de las condiciones de aquel desgraciado. El perro se apartó del plato, haciendo una señal al hombre para que se acercara.
El mendigo se acercó y comió; después hizo ademán de irse, pero el perro le hizo una señal para que se llevara también el plato, con la comida que había quedado; y con la pata lo empujaba hacia él. Entonces el hombre recogió el plato que era de oro macizo, y huyó del palacio sin que nadie lo advirtiese.
Atontado por lo sucedido, estaba pensando para sí:
“¿Pero cómo es posible que un perro –criatura inferior y privado de inteligencia- se haya dado cuenta de un hecho que escapaba a la mirada del hombre, y haya sido capaz de cumplir con una acción tan noble?”
Entonces le respondió el Espíritu de Dios que habla al corazón:
“Yo me sirvo de cualquier criatura mía para mis fines de misericordia. Estaba hablando a cada uno de aquellos comensales, pero ninguno prestaba atención a mis palabras. Todos estaban muy ocupados en sus asuntos. Solamente aquel perro lo oyó, y haciéndome caso, ha llegado a ser así el vehículo de mi providencia para ayudarte”.
sábado, 18 de abril de 2009
ENCUENTRO EN EL TREN
ENCUENTRO EN EL TREN.
-Iba yo solo en el departamento del tren. Luego subió una chica –contaba un joven indio ciego-. El hombre y la mujer que habían venido a despedirla debían ser sus padres. Le hicieron muchas recomendaciones. Como yo estaba ciego, no podía saber que aspecto tenía la chica.
-¿Va a Dehra Dun? Me preguntaba si sería capaz de impedir que descubriese que yo no veía.
-Voy a Saharanpur –dijo la chica-. Allí saldrá a buscarme mi tía. Y usted ¿a dónde va?
-A Dehra Dun, y luego a Mussoorie –respondí.
-¡Qué suerte tiene! Me gustaría tanto ir a Mussoorie. Me encanta la montaña. Especialmente en octubre.
-Sí, es la estación mejor –dije, recurriendo a mis recuerdos de cuando no había perdido la vista-. Las colinas están sembradas de dalias silvestres, el sol es delicioso y, por la noche se puede pasar un buen rato frente al fuego.
Ella guardaba silencio y me pregunté si mis palabras le habían impresionado o si me consideraba un romántico sentimental. Luego cometí un error.
-¿Qué tal tiempo hace fuera? –Le pregunté.
Pero ella no pareció encontrar nada extraño en mi pregunta. ¿Se habría dado ya cuenta de que era ciego? Pero las palabras que dijo luego me quitaron cualquier duda.
-¿Por qué no se asoma por la ventanilla? – me preguntó con absoluta naturalidad.
Me deslicé sobre el asiento y busqué con el tacto la ventanilla. Con los ojos de la fantasía, veía pasar rápidamente los postes del telégrafo.
-¿Se ha dado cuenta –me atreví a decir- cómo parece que los árboles se mueven, mientras nosotros estamos quietos?
-Siempre es así –respondió ella.
Me volví hacia la chica y durante un rato seguimos sentados en silencio.
Tiene usted un rostro atractivo –dije luego.
Ella se rió con ganas, una carcajada clara y sonora.
-Me agrada oírselo decir –dijo. Estoy harta de los que me dicen que tengo una carita india.
-Bueno, un rostro atractivo puede ser también muy bello.
-Usted es un galante –dijo. Pero ¿por qué está tan serio?
-Está a punto de llegar –dije en tono más bien brusco.
-Gracias a Dios. No soporto los viajes largos en tren.
El tren llegó a la estación. Una voz llamó a la muchacha que se fue, dejando tras de sí sólo un perfume. Un hombre entró en el departamento, farfullando cuatro palabras. El tren partió de nuevo. Una vez más podía repetir mi juego con otro compañero de viaje.
-Siento no ser un compañero atractivo como la que acaba de salir –me dijo él.
-Era una chica interesante –dijo yo-. Podría decirme… ¿tenía el pelo largo o corto?
-No me he fijado –respondió en tono dubitativo-. Son sus ojos los que se me han quedado clavados, no su pelo. ¡Tenía unos ojos tan hermosos! Lástima que no le sirviesen para nada… estaba completamente ciega. ¿No lo había notado?
¡Dos ciegos que fingen ver! ¡Cuántos encuentros humanos son así! Por miedo a poner al descubierto lo que uno es. Y así se pierden las citas decisivas de la vida.
-Iba yo solo en el departamento del tren. Luego subió una chica –contaba un joven indio ciego-. El hombre y la mujer que habían venido a despedirla debían ser sus padres. Le hicieron muchas recomendaciones. Como yo estaba ciego, no podía saber que aspecto tenía la chica.
-¿Va a Dehra Dun? Me preguntaba si sería capaz de impedir que descubriese que yo no veía.
-Voy a Saharanpur –dijo la chica-. Allí saldrá a buscarme mi tía. Y usted ¿a dónde va?
-A Dehra Dun, y luego a Mussoorie –respondí.
-¡Qué suerte tiene! Me gustaría tanto ir a Mussoorie. Me encanta la montaña. Especialmente en octubre.
-Sí, es la estación mejor –dije, recurriendo a mis recuerdos de cuando no había perdido la vista-. Las colinas están sembradas de dalias silvestres, el sol es delicioso y, por la noche se puede pasar un buen rato frente al fuego.
Ella guardaba silencio y me pregunté si mis palabras le habían impresionado o si me consideraba un romántico sentimental. Luego cometí un error.
-¿Qué tal tiempo hace fuera? –Le pregunté.
Pero ella no pareció encontrar nada extraño en mi pregunta. ¿Se habría dado ya cuenta de que era ciego? Pero las palabras que dijo luego me quitaron cualquier duda.
-¿Por qué no se asoma por la ventanilla? – me preguntó con absoluta naturalidad.
Me deslicé sobre el asiento y busqué con el tacto la ventanilla. Con los ojos de la fantasía, veía pasar rápidamente los postes del telégrafo.
-¿Se ha dado cuenta –me atreví a decir- cómo parece que los árboles se mueven, mientras nosotros estamos quietos?
-Siempre es así –respondió ella.
Me volví hacia la chica y durante un rato seguimos sentados en silencio.
Tiene usted un rostro atractivo –dije luego.
Ella se rió con ganas, una carcajada clara y sonora.
-Me agrada oírselo decir –dijo. Estoy harta de los que me dicen que tengo una carita india.
-Bueno, un rostro atractivo puede ser también muy bello.
-Usted es un galante –dijo. Pero ¿por qué está tan serio?
-Está a punto de llegar –dije en tono más bien brusco.
-Gracias a Dios. No soporto los viajes largos en tren.
El tren llegó a la estación. Una voz llamó a la muchacha que se fue, dejando tras de sí sólo un perfume. Un hombre entró en el departamento, farfullando cuatro palabras. El tren partió de nuevo. Una vez más podía repetir mi juego con otro compañero de viaje.
-Siento no ser un compañero atractivo como la que acaba de salir –me dijo él.
-Era una chica interesante –dijo yo-. Podría decirme… ¿tenía el pelo largo o corto?
-No me he fijado –respondió en tono dubitativo-. Son sus ojos los que se me han quedado clavados, no su pelo. ¡Tenía unos ojos tan hermosos! Lástima que no le sirviesen para nada… estaba completamente ciega. ¿No lo había notado?
¡Dos ciegos que fingen ver! ¡Cuántos encuentros humanos son así! Por miedo a poner al descubierto lo que uno es. Y así se pierden las citas decisivas de la vida.
EL OBISPO EPIFANIO Y EL ABAD HILARIÓN
EL OBISPO EPIFANIO Y EL ABAD HILARIÓN.
(J. LÓPEZ MELUS)
En la “Vida de los Padres” se que cuenta que Epifanio, obispo de Chipre, invitó una vez a Hilarión.
“Ven a mi casa para que podamos conocernos antes de morir”. Cuando estaban juntos, sentados a la mesa, les presentaron carnes de diversas aves y el obispo las puso ante Hilarión. El anciano abad se excusó:
-Perdóname, padre. Desde que tomé el hábito monástico no he probado jamás la carne.
El obispo le replicó:
-Yo, por el contrario, desde que llevo las insignias episcopales no he permitido nunca que alguien se acueste teniéndome rencor, y no he sido capaz de dormir antes de reconciliarme con quien me había contrariado.
Entonces dijo el abad:
-Perdóname, padre. Tu progreso en el camino de la vida está mucho más allá del que yo he logrado. Acabo de comprender que para un cristiano es más importante practicar el perdón y la solidaridad que hacer penitencias.
(J. LÓPEZ MELUS)
En la “Vida de los Padres” se que cuenta que Epifanio, obispo de Chipre, invitó una vez a Hilarión.
“Ven a mi casa para que podamos conocernos antes de morir”. Cuando estaban juntos, sentados a la mesa, les presentaron carnes de diversas aves y el obispo las puso ante Hilarión. El anciano abad se excusó:
-Perdóname, padre. Desde que tomé el hábito monástico no he probado jamás la carne.
El obispo le replicó:
-Yo, por el contrario, desde que llevo las insignias episcopales no he permitido nunca que alguien se acueste teniéndome rencor, y no he sido capaz de dormir antes de reconciliarme con quien me había contrariado.
Entonces dijo el abad:
-Perdóname, padre. Tu progreso en el camino de la vida está mucho más allá del que yo he logrado. Acabo de comprender que para un cristiano es más importante practicar el perdón y la solidaridad que hacer penitencias.
sábado, 11 de abril de 2009
COMPARTIR EL DOLOR DEL PRÓJIMO.
COMPARTIR EL DOLOR DEL PRÓJIMO.
El hambre desolaba la ciudad de Damasco… Ninguna lluvia caía del cielo sobre la seca tierra, los árboles se morían en los vergeles, las fuentes se agotaban, los bosques ya no tenían ni hojas ni frutos, las colinas estaban sin verdura y sin pájaros y los hombres se veían, por lo tanto, obligados a comer langostas.
En medio de esta general desolación, hallé a uno de mis amigos, gran personaje, lleno de honores y poseedor de una fortuna inmensa.
Sin embargo, ya no conservaba más que los huesos y la piel, por lo que hube de manifestarle mi sorpresa: “¿Qué accidente –le dije- te ha puesto en un estado tan lamentable?”
Y me respondió encolerizado:
-“¿No ves qué azote destruye la comarca? La miseria ha llegado a su apogeo, el cielo no deja caer la lluvia y la queda de los hombres no puede subir hasta el cielo”.
Yo le contesté:
-“¿Por qué te apuras? Tú eres rico y no puedes, como los demás, morir en la miseria?”
Mi amigo me dirigió entonces una mirada de lástima semejante a la que se dirige a los ignorantes.
-“El hombre de corazón –me dijo- no permanece en la orilla cuando sus compañeros son arrastrados por la corriente; no es el hambre lo que hunde mis mejillas y da a mi frente el color del marfil; es la angustia por aquellos a quienes la miseria consume. El sabio teme más el sufrimiento de los demás que el suyo propio y el hombre bueno debe siempre compartir el dolor de su prójimo. Cuando contemplo a mi alrededor a tantos desgraciados que perecen de hambre y de sed, tengo horror a los alimentos como se tiene horror al veneno.
Un jardín lleno de luz y de pájaros pierde todo su encanto, al pensar en el amigo que gime en una prisión húmeda y negra”.
El hambre desolaba la ciudad de Damasco… Ninguna lluvia caía del cielo sobre la seca tierra, los árboles se morían en los vergeles, las fuentes se agotaban, los bosques ya no tenían ni hojas ni frutos, las colinas estaban sin verdura y sin pájaros y los hombres se veían, por lo tanto, obligados a comer langostas.
En medio de esta general desolación, hallé a uno de mis amigos, gran personaje, lleno de honores y poseedor de una fortuna inmensa.
Sin embargo, ya no conservaba más que los huesos y la piel, por lo que hube de manifestarle mi sorpresa: “¿Qué accidente –le dije- te ha puesto en un estado tan lamentable?”
Y me respondió encolerizado:
-“¿No ves qué azote destruye la comarca? La miseria ha llegado a su apogeo, el cielo no deja caer la lluvia y la queda de los hombres no puede subir hasta el cielo”.
Yo le contesté:
-“¿Por qué te apuras? Tú eres rico y no puedes, como los demás, morir en la miseria?”
Mi amigo me dirigió entonces una mirada de lástima semejante a la que se dirige a los ignorantes.
-“El hombre de corazón –me dijo- no permanece en la orilla cuando sus compañeros son arrastrados por la corriente; no es el hambre lo que hunde mis mejillas y da a mi frente el color del marfil; es la angustia por aquellos a quienes la miseria consume. El sabio teme más el sufrimiento de los demás que el suyo propio y el hombre bueno debe siempre compartir el dolor de su prójimo. Cuando contemplo a mi alrededor a tantos desgraciados que perecen de hambre y de sed, tengo horror a los alimentos como se tiene horror al veneno.
Un jardín lleno de luz y de pájaros pierde todo su encanto, al pensar en el amigo que gime en una prisión húmeda y negra”.
EL AMANTE PERDIDO.
EL AMANTE PERDIDO.
(ANTHONY DE MELLO).
Un amante estuvo durante meses pretendiendo a su amada sin éxito, sufriendo el atroz padecimiento de verse rechazado. Al fin su amada cedió: “Acude a tal lugar a tal hora”, le dijo. Y allí, a la hora fijada, al fin se encontró el amante junto a su amada. Entonces metió la mano en el bolso y sacó un fajo de cartas de amor que había escrito durante los últimos meses. Eran cartas apasionadas en las que expresaba su amor y la unión con ella. Y se puso a leérselas a su amada. Pasaron las horas y él seguía leyendo.
Por fin dijo la mujer: “¿Qué clase de estúpido eres? Todas esas cartas hablan de mí y del deseo que tienes de mí. Pues bien, ahora me tienes junto a ti y no haces más que leer tus estúpidas cartas.
(ANTHONY DE MELLO).
Un amante estuvo durante meses pretendiendo a su amada sin éxito, sufriendo el atroz padecimiento de verse rechazado. Al fin su amada cedió: “Acude a tal lugar a tal hora”, le dijo. Y allí, a la hora fijada, al fin se encontró el amante junto a su amada. Entonces metió la mano en el bolso y sacó un fajo de cartas de amor que había escrito durante los últimos meses. Eran cartas apasionadas en las que expresaba su amor y la unión con ella. Y se puso a leérselas a su amada. Pasaron las horas y él seguía leyendo.
Por fin dijo la mujer: “¿Qué clase de estúpido eres? Todas esas cartas hablan de mí y del deseo que tienes de mí. Pues bien, ahora me tienes junto a ti y no haces más que leer tus estúpidas cartas.
EL CLUB DEL REFUGIO.
EL CLUB DEL REFUGIO.
(JOSÉ DAVID. Juegos y trabajo social. Editorial Humanitas)
Era una costa peligrosa. Golpeada por el oleaje y los grandes huracanes. La costa había sido testigo de innumerables naufragios. La fama de la zona era reconocida por todo el mundo. Los capitanes de los grandes barcos procuraban no pasar cerca de esa costa por el peligro de naufragio. Sin embargo, cada año, varios barcos se hundían en las rocas y arrecifes por esos lugares.
Los que vivían en esa parte, siendo misericordiosos, decidieron establecer un pequeño rancho sencillo en la costa, con un equipo salvavidas. Hicieron campañas, año tras año, para recoger fondos y así poder sostener el humilde refugio. El equipo de salvavidas se volvió experto con mucha práctica y el número de personas perdidas iba disminuyendo.
La fama del pequeño refugio creció y varios ricos de buena voluntad dejaron en herencia dinero para mantenerlo. Al final, se notó que los fondos del refugio eran muchos. Fue necesario nombrar un tesorero y comité para controlar bien el dinero. Así lo hicieron.
Un día, un barco de primera categoría –con pasajeros ricos- se hundió cerca del refugio. Los salvavidas salieron con sus lanchas para salvar a los pasajeros. Cuando los llevaron al refugio, tenían vergüenza de las condiciones tan pobres del lugar. En la próxima reunión del comité pro mantenimiento, decidieron mejorar las condiciones del refugio para poder servir mejor a los pobres náufragos. A la vez, tomaron la decisión de dar sueldos a los salvavidas (que antes eran voluntarios) para poder servir mejor a esos mismos náufragos. Se creó “un comité pro mejoramiento del refugio”. Ellos resolvieron conseguir un decorado interior para hacer el refugio más presentable y poder recibir mejor a los pobres náufragos. El decorador hizo bien su trabajo y el edificio resultó muy bello.
La fama del refugio iba creciendo. Mientras tanto, muchas personas pidieron ser miembros del equipo salvavidas aunque fuera como miembros honorarios. Contribuyeron ellos con fondos propios para mantener el lugar. Uno de ellos hizo una bandera especial para el refugio y otro –con mucha iniciativa creadora- sugirió un tema y cambió de nombre el refugio, así como un reglamento específico. Así, la institución pasó a llamarse. “El Club del Refugio”.
El comité hizo un libro especial, reuniendo todos los reglamentos y las tradiciones más importantes para los miembros. Fue igualmente organizado un rito de iniciación para admisión de los nuevos miembros del Club.
La fama de “El Club del Refugio” creció aún más. En el sitio se ubicó un gran restaurante para atender a los socios. Progresivamente aparecieron canchas de tenis, salones de fiestas, etc.
Un día, durante la reunión-almuerzo de los miembros, ocurrió un naufragio. El equipo de salvavidas salió para salvar a las víctimas. Cuando llegaron, estaban mojados, sucios. Entre los náufragos había blancos, negros, amarillos –gente de toda clase- porque la nave que se había hundido era un barco que llevaba trabajadores pobres que buscaban trabajo en otra parte. Al ver a las víctimas, la dirección del Club del Refugio se reunió en asamblea de urgencia y proporcionó el garaje para alojamiento de los náufragos, por un corto periodo, ya que el sitio sería pronto usado para recibir a los invitados a las fiestas nocturnas del Club.
Esa noche, en una sesión extraordinaria, se decidió que si algunos miembros querían hacer entrar tales tipos en el Refugio, sería mejor construir un pequeño rancho sencillo más allá de la costa, para salvar náufragos futuros.
(JOSÉ DAVID. Juegos y trabajo social. Editorial Humanitas)
Era una costa peligrosa. Golpeada por el oleaje y los grandes huracanes. La costa había sido testigo de innumerables naufragios. La fama de la zona era reconocida por todo el mundo. Los capitanes de los grandes barcos procuraban no pasar cerca de esa costa por el peligro de naufragio. Sin embargo, cada año, varios barcos se hundían en las rocas y arrecifes por esos lugares.
Los que vivían en esa parte, siendo misericordiosos, decidieron establecer un pequeño rancho sencillo en la costa, con un equipo salvavidas. Hicieron campañas, año tras año, para recoger fondos y así poder sostener el humilde refugio. El equipo de salvavidas se volvió experto con mucha práctica y el número de personas perdidas iba disminuyendo.
La fama del pequeño refugio creció y varios ricos de buena voluntad dejaron en herencia dinero para mantenerlo. Al final, se notó que los fondos del refugio eran muchos. Fue necesario nombrar un tesorero y comité para controlar bien el dinero. Así lo hicieron.
Un día, un barco de primera categoría –con pasajeros ricos- se hundió cerca del refugio. Los salvavidas salieron con sus lanchas para salvar a los pasajeros. Cuando los llevaron al refugio, tenían vergüenza de las condiciones tan pobres del lugar. En la próxima reunión del comité pro mantenimiento, decidieron mejorar las condiciones del refugio para poder servir mejor a los pobres náufragos. A la vez, tomaron la decisión de dar sueldos a los salvavidas (que antes eran voluntarios) para poder servir mejor a esos mismos náufragos. Se creó “un comité pro mejoramiento del refugio”. Ellos resolvieron conseguir un decorado interior para hacer el refugio más presentable y poder recibir mejor a los pobres náufragos. El decorador hizo bien su trabajo y el edificio resultó muy bello.
La fama del refugio iba creciendo. Mientras tanto, muchas personas pidieron ser miembros del equipo salvavidas aunque fuera como miembros honorarios. Contribuyeron ellos con fondos propios para mantener el lugar. Uno de ellos hizo una bandera especial para el refugio y otro –con mucha iniciativa creadora- sugirió un tema y cambió de nombre el refugio, así como un reglamento específico. Así, la institución pasó a llamarse. “El Club del Refugio”.
El comité hizo un libro especial, reuniendo todos los reglamentos y las tradiciones más importantes para los miembros. Fue igualmente organizado un rito de iniciación para admisión de los nuevos miembros del Club.
La fama de “El Club del Refugio” creció aún más. En el sitio se ubicó un gran restaurante para atender a los socios. Progresivamente aparecieron canchas de tenis, salones de fiestas, etc.
Un día, durante la reunión-almuerzo de los miembros, ocurrió un naufragio. El equipo de salvavidas salió para salvar a las víctimas. Cuando llegaron, estaban mojados, sucios. Entre los náufragos había blancos, negros, amarillos –gente de toda clase- porque la nave que se había hundido era un barco que llevaba trabajadores pobres que buscaban trabajo en otra parte. Al ver a las víctimas, la dirección del Club del Refugio se reunió en asamblea de urgencia y proporcionó el garaje para alojamiento de los náufragos, por un corto periodo, ya que el sitio sería pronto usado para recibir a los invitados a las fiestas nocturnas del Club.
Esa noche, en una sesión extraordinaria, se decidió que si algunos miembros querían hacer entrar tales tipos en el Refugio, sería mejor construir un pequeño rancho sencillo más allá de la costa, para salvar náufragos futuros.
jueves, 9 de abril de 2009
TRES ALBAÑILES.
TRES ALBAÑILES.
(ALFONSO FRANCIA)
Un día quise ver a mis tres amigos, unos que trabajaban en una obra de construcción, cerca de mi casa. Hacía mucho que no los veía ¿qué era de sus vidas? Casi a la entrada, en una postura de comodidad, me encuentro al primero. “Hombre, que alegría verte”, le dije mientras le daba un fuerte abrazo. “¿Cómo te van las cosas?”- “Aquí, trabajando y sudando como un negro, ya me ves. Como un idiota, esperando largarme cuanto antes”.
Doy tan sólo unos pasos y allí en un andamio, a escasos metros del suelo, encuentro a otro viejo amigo. “Por fin te veo,.. ¡cuidado que hace tiempo! ¿Cómo te va todo esto”. –“Pues hombre, ya ves. Las vueltas que da la vida. Hay que hacer algo, ¿no? Hay que ganarse el pan y mirar por los hijos. Es ley de vida”, me dijo.
Levanto la vista, y allá arriba, en una postura de difícil equilibrio, veo a mi otro amigo. Sintió una enorme alegría al verme y, con una gran sonrisa y una voz potente, me preguntó cómo me iba, cuándo nos veríamos más detenidamente. Y, para terminar, me dijo: “Aquí estoy haciendo una escuela bonita, bonita, ya verás que escuela”.
(ALFONSO FRANCIA)
Un día quise ver a mis tres amigos, unos que trabajaban en una obra de construcción, cerca de mi casa. Hacía mucho que no los veía ¿qué era de sus vidas? Casi a la entrada, en una postura de comodidad, me encuentro al primero. “Hombre, que alegría verte”, le dije mientras le daba un fuerte abrazo. “¿Cómo te van las cosas?”- “Aquí, trabajando y sudando como un negro, ya me ves. Como un idiota, esperando largarme cuanto antes”.
Doy tan sólo unos pasos y allí en un andamio, a escasos metros del suelo, encuentro a otro viejo amigo. “Por fin te veo,.. ¡cuidado que hace tiempo! ¿Cómo te va todo esto”. –“Pues hombre, ya ves. Las vueltas que da la vida. Hay que hacer algo, ¿no? Hay que ganarse el pan y mirar por los hijos. Es ley de vida”, me dijo.
Levanto la vista, y allá arriba, en una postura de difícil equilibrio, veo a mi otro amigo. Sintió una enorme alegría al verme y, con una gran sonrisa y una voz potente, me preguntó cómo me iba, cuándo nos veríamos más detenidamente. Y, para terminar, me dijo: “Aquí estoy haciendo una escuela bonita, bonita, ya verás que escuela”.
EL CUENTO DE LA RANA.
EL CUENTO DE LA RANA.
(FRANCISCO CAIVANO Y FRANCESCO TONUCI)
La maestra entre en el aula y se encuentra un fenomenal jaleo: todos corren y gritan tratando de cazar una rana que se le ha escapado a Juanito. Portazo, carreras, agitación. Finalmente se hace el silencio. La maestra sube a la tarima. Está muy enfadada. Muchísimo. Con un dedo tembloroso señala a Juanito.
-Tú, sal afuera y tira esa porquería de bicho. Deprisa… ¡y no se te ocurra traer animales a clase!
Juanito abandona el aula con su rana verde metida en un tarro de cristal. Ambos, la rana y el niño, están avergonzados y tienen los ojos húmedos y saltones. Más la rana que el niño. ¡Cómo está la seño! Un latido de espanto recorre la clase, todos los niños miran fijamente el tintero de porcelana que hay a la derecha del pupitre. Se oye el zumbido impertinente de una mosca preveraniega. La maestra suspira, se ajusta las gruesas gafas y clama secamente.
-Abrid el libro de Naturales (pausa). Página 48 (pausa). ¿Ya está? (pausa más larga). Hoy vamos a estudiar los batracios.
En el aula se oye un frufrú de páginas y algún crujido de madera vieja.
-Tú, Maruja, ¡sí, tú! Página 49. Definición. Lee.
Como un resorte salta Maruja junto al pupitre. Toma el texto y lee silabeando y sin apenas respirar.
-Animal de sangre fría que tiene respiración bronquial. Bratracios…
- No. No. Bra, bra, bra…
-Sí. Batracios son anima…
- No. Branquiales. Be, erre, a…
-Sí. Bronquiáceos, batriales, son animales anfibios, así los a-a-anuros y las ra-esto-las ra-nas y los sapos.
La maestra suspira, parece más tranquila.
-Ahora ya sabéis lo que es un batracio. ¡A ver!...
Justo en ese momento llaman a la puerta y entra, modoso y compungido, Juanito. En la mano lleva su tarro de vidrio clamorosamente vacío.
-Siéntate. ¡A ver Juanito! ¿Qué es un batracio, digo Ba-tra-cio?
El rostro de Juanito muestra una profundísima concentración. Está tratando de recordar. Sabe positivamente que, en algún lugar de su traidora memoria, debe estar esa maldita definición de “batracio”. Debe ser algo de geometría que se dio ayer.
-¿Un triángulo bratacio”? ¿O es lo de la hipótesis Tenusa?
Clama la voz de la seño.
-¿Lo veis? ¡Si en vez de jugar con esos animales en clase, estuvieras atento!... ¡Maruja, díselo tú qué es un batracio! ¡distraído, eso eres!
Con voz de definición, Maruja cuenta:
-Un batracio es un branquio anfibio que enfría la sangre –respira, y añade: -Una rana.
El bote de vidrio se hizo añicos al caer al suelo.
(FRANCISCO CAIVANO Y FRANCESCO TONUCI)
La maestra entre en el aula y se encuentra un fenomenal jaleo: todos corren y gritan tratando de cazar una rana que se le ha escapado a Juanito. Portazo, carreras, agitación. Finalmente se hace el silencio. La maestra sube a la tarima. Está muy enfadada. Muchísimo. Con un dedo tembloroso señala a Juanito.
-Tú, sal afuera y tira esa porquería de bicho. Deprisa… ¡y no se te ocurra traer animales a clase!
Juanito abandona el aula con su rana verde metida en un tarro de cristal. Ambos, la rana y el niño, están avergonzados y tienen los ojos húmedos y saltones. Más la rana que el niño. ¡Cómo está la seño! Un latido de espanto recorre la clase, todos los niños miran fijamente el tintero de porcelana que hay a la derecha del pupitre. Se oye el zumbido impertinente de una mosca preveraniega. La maestra suspira, se ajusta las gruesas gafas y clama secamente.
-Abrid el libro de Naturales (pausa). Página 48 (pausa). ¿Ya está? (pausa más larga). Hoy vamos a estudiar los batracios.
En el aula se oye un frufrú de páginas y algún crujido de madera vieja.
-Tú, Maruja, ¡sí, tú! Página 49. Definición. Lee.
Como un resorte salta Maruja junto al pupitre. Toma el texto y lee silabeando y sin apenas respirar.
-Animal de sangre fría que tiene respiración bronquial. Bratracios…
- No. No. Bra, bra, bra…
-Sí. Batracios son anima…
- No. Branquiales. Be, erre, a…
-Sí. Bronquiáceos, batriales, son animales anfibios, así los a-a-anuros y las ra-esto-las ra-nas y los sapos.
La maestra suspira, parece más tranquila.
-Ahora ya sabéis lo que es un batracio. ¡A ver!...
Justo en ese momento llaman a la puerta y entra, modoso y compungido, Juanito. En la mano lleva su tarro de vidrio clamorosamente vacío.
-Siéntate. ¡A ver Juanito! ¿Qué es un batracio, digo Ba-tra-cio?
El rostro de Juanito muestra una profundísima concentración. Está tratando de recordar. Sabe positivamente que, en algún lugar de su traidora memoria, debe estar esa maldita definición de “batracio”. Debe ser algo de geometría que se dio ayer.
-¿Un triángulo bratacio”? ¿O es lo de la hipótesis Tenusa?
Clama la voz de la seño.
-¿Lo veis? ¡Si en vez de jugar con esos animales en clase, estuvieras atento!... ¡Maruja, díselo tú qué es un batracio! ¡distraído, eso eres!
Con voz de definición, Maruja cuenta:
-Un batracio es un branquio anfibio que enfría la sangre –respira, y añade: -Una rana.
El bote de vidrio se hizo añicos al caer al suelo.
NO PESA... ES MI HERMANO.
NO PESA… ES MI HERMANO.
El grupo estaba de excursión, en alegre algazara, cuando aparece a lo lejos un niño de unos ocho años que trae sobre sus hombros a otro más pequeñito, como de tres. Su rostro era radiante, tostadito como el de todos los campesinos del lugar. Más expresivo quizás al pasar a nuestro lado, pero incapaz de ocultar un cierto cansancio, producido sin duda por la distancia, lo difícil del camino y el peso del niño.
Para dar calor humano y aliento al pobre niño, pregunté con tono de cariñosa cercanía: “Qué amigo, ¿pesa mucho?”. Y él, con inefable expresión de cara y encogimiento de hombros, que encerraba gran carga de amor, de valor y resignación, dice con fuerza y decisión: “No pesa, es mi hermano”, y agarrando más fuertemente al pequeño, que sonríe y saluda con su manita derecha, echa una corta y lenta carrerita haciendo saltar con gracia a su hermanito que aún mira una vez atrás para sonreír.
El grupo estaba de excursión, en alegre algazara, cuando aparece a lo lejos un niño de unos ocho años que trae sobre sus hombros a otro más pequeñito, como de tres. Su rostro era radiante, tostadito como el de todos los campesinos del lugar. Más expresivo quizás al pasar a nuestro lado, pero incapaz de ocultar un cierto cansancio, producido sin duda por la distancia, lo difícil del camino y el peso del niño.
Para dar calor humano y aliento al pobre niño, pregunté con tono de cariñosa cercanía: “Qué amigo, ¿pesa mucho?”. Y él, con inefable expresión de cara y encogimiento de hombros, que encerraba gran carga de amor, de valor y resignación, dice con fuerza y decisión: “No pesa, es mi hermano”, y agarrando más fuertemente al pequeño, que sonríe y saluda con su manita derecha, echa una corta y lenta carrerita haciendo saltar con gracia a su hermanito que aún mira una vez atrás para sonreír.
LA SEMILLA DE MOSTAZA.
LA SEMILLA DE MOSTAZA
(PARÁBOLA BUDISTA)
Una mujer joven, habiendo perdido a su primogénito, estaba tan acongojada que vagaba por las calles, rogando por alguna medicina mágica que le devolviera la vida a su hijo. Algunos la veían con lástima, otros se burlaban y la llamaban loca, pero ninguno lograba consolarla. Un sabio, viendo su desesperación le dijo: “Hay uno solo en todo el mundo que puede realizar este milagro. Es el Uno Perfecto, y reside en la parte alta de la montaña. Ve a él y pregunta”. La joven mujer subió a la montaña, se paró y rogó, “Oh Buda, devuelve la vida a mi hijo”. Y Buda dijo: “Ve a la ciudad, y anda de casa en casa, y tráeme una semilla de mostaza de una casa en que nadie ha muerto nunca”.
El corazón de la joven mujer estaba esperanzado a medida que bajaba apresurada la montaña y entraba en la ciudad. En la primera casa, dijo, “El Buda me pide que lleve una semilla de mostaza de una casa en que nadie ha muerto nunca”. “En esta casa han muerto muchos”, le dijeron. Así que fue a la próxima y preguntó otra vez. “Es imposible contar los que han muerto aquí”, le contestaron. Fue a la tercera casa, a la cuarta, a la quinta, y así por toda la ciudad y no pudo encontrar una sola casa que la muerte no hubiera visitado alguna vez. Así que la mujer regresó a la cima de la montaña. “¿Has traído la semilla de mostaza?”, le preguntó Buda. “No, le dijo, ni la busco más. Mi pesar me ha hecho ciega, pensando que sólo yo había sufrido a causa de la muerte”. “Entonces, ¿por qué has regresado?”, le inquirió. “Para pedir que me enseñes la verdad”. A esto Buda le dijo:
“En todo el mundo del hombre,
en todo el mundo de los dioses,
esto sólo es la ley:
Todas las cosas son perecederas”.
(PARÁBOLA BUDISTA)
Una mujer joven, habiendo perdido a su primogénito, estaba tan acongojada que vagaba por las calles, rogando por alguna medicina mágica que le devolviera la vida a su hijo. Algunos la veían con lástima, otros se burlaban y la llamaban loca, pero ninguno lograba consolarla. Un sabio, viendo su desesperación le dijo: “Hay uno solo en todo el mundo que puede realizar este milagro. Es el Uno Perfecto, y reside en la parte alta de la montaña. Ve a él y pregunta”. La joven mujer subió a la montaña, se paró y rogó, “Oh Buda, devuelve la vida a mi hijo”. Y Buda dijo: “Ve a la ciudad, y anda de casa en casa, y tráeme una semilla de mostaza de una casa en que nadie ha muerto nunca”.
El corazón de la joven mujer estaba esperanzado a medida que bajaba apresurada la montaña y entraba en la ciudad. En la primera casa, dijo, “El Buda me pide que lleve una semilla de mostaza de una casa en que nadie ha muerto nunca”. “En esta casa han muerto muchos”, le dijeron. Así que fue a la próxima y preguntó otra vez. “Es imposible contar los que han muerto aquí”, le contestaron. Fue a la tercera casa, a la cuarta, a la quinta, y así por toda la ciudad y no pudo encontrar una sola casa que la muerte no hubiera visitado alguna vez. Así que la mujer regresó a la cima de la montaña. “¿Has traído la semilla de mostaza?”, le preguntó Buda. “No, le dijo, ni la busco más. Mi pesar me ha hecho ciega, pensando que sólo yo había sufrido a causa de la muerte”. “Entonces, ¿por qué has regresado?”, le inquirió. “Para pedir que me enseñes la verdad”. A esto Buda le dijo:
“En todo el mundo del hombre,
en todo el mundo de los dioses,
esto sólo es la ley:
Todas las cosas son perecederas”.
domingo, 5 de abril de 2009
EL ESPEJO.
EL ESPEJO.
(LEYENDA JAPONESA)
Había una vez en Japón, hace muchos siglos, una pareja de esposos que tenía una niña. El hombre era un samurái, es decir, un caballero: no era rico y vivía del cultivo de un pequeño terreno. La esposa era una mujer modesta, tímida y silenciosa que cuando se encontraba entre extraños, no deseaba otra cosa que pasar inadvertida.
Un día es elegido un nuevo rey. El marido, como caballero que era, tuvo que ir a la capital para rendir homenaje al nuevo soberano. Su ausencia fue por poco tiempo: el buen hombre no veía la hora de dejar el esplendor de la Corte para regresar a su casa.
A la niña le llevó de regalo una muñeca, y a la mujer un espejo de bronce plateado (en aquellos tiempos los espejos eran de metal brillante, no de cristal como los nuestros). La mujer miró el espejo con gran maravilla: no los había visto nunca. Nadie jamás había llevado uno a aquel pueblo. Lo miró y, percibiendo reflejado el rostro sonriente, preguntó al marido con ingenuo estupor:
“¿Quién es esta mujer?”.
El marido se puso a reír:
“¡Pero cómo! ¿No te das cuenta de que este es tu rostro?
Un poco avergonzada de su propia ignorancia, la mujer no hizo otras preguntas, y guardó el espejo, considerándolo un objeto misterioso. Había entendido sólo una cosa: que aparecía su propia imagen.
Por muchos años, lo tuvo siempre escondido. Era un regalo de amor: y los regalos de amor son sagrados.
Su salud era delicada; frágil como una flor. Por este motivo la esposa desmejoró pronto: cuando se sintió próxima al final, tomó el espejo y se lo dio a su hija, diciéndole:
“Cuando no esté más sobre esta tierra, mira mañana y tarde en este espejo, y me verás”. Después expiró. Y desde aquel día, mañana y tarde, la muchacha miraba el pequeño espejo.´
Ingenua como la madre, a la cual se parecía tanto, no dudó jamás que el rostro reflejado en la chapa reluciente no fuese el de su madre. Hablaba a la adorada imagen, convencida de ser escuchada.
Un día el padre la sorprende mientras murmuraba al espejo palabras de ternura.
“¿Qué haces, querida hija?”, le pregunta.
“Miro a la mamá. Fíjate: No se le ve pálida y cansada como cuando estaba enferma: parece más joven y sonriente.”
Conmovido y enternecido el padre, sin quitar a su hija la ilusión, le dijo:
“Tú la encuentras en el espejo, como yo la hallo en ti”.
(LEYENDA JAPONESA)
Había una vez en Japón, hace muchos siglos, una pareja de esposos que tenía una niña. El hombre era un samurái, es decir, un caballero: no era rico y vivía del cultivo de un pequeño terreno. La esposa era una mujer modesta, tímida y silenciosa que cuando se encontraba entre extraños, no deseaba otra cosa que pasar inadvertida.
Un día es elegido un nuevo rey. El marido, como caballero que era, tuvo que ir a la capital para rendir homenaje al nuevo soberano. Su ausencia fue por poco tiempo: el buen hombre no veía la hora de dejar el esplendor de la Corte para regresar a su casa.
A la niña le llevó de regalo una muñeca, y a la mujer un espejo de bronce plateado (en aquellos tiempos los espejos eran de metal brillante, no de cristal como los nuestros). La mujer miró el espejo con gran maravilla: no los había visto nunca. Nadie jamás había llevado uno a aquel pueblo. Lo miró y, percibiendo reflejado el rostro sonriente, preguntó al marido con ingenuo estupor:
“¿Quién es esta mujer?”.
El marido se puso a reír:
“¡Pero cómo! ¿No te das cuenta de que este es tu rostro?
Un poco avergonzada de su propia ignorancia, la mujer no hizo otras preguntas, y guardó el espejo, considerándolo un objeto misterioso. Había entendido sólo una cosa: que aparecía su propia imagen.
Por muchos años, lo tuvo siempre escondido. Era un regalo de amor: y los regalos de amor son sagrados.
Su salud era delicada; frágil como una flor. Por este motivo la esposa desmejoró pronto: cuando se sintió próxima al final, tomó el espejo y se lo dio a su hija, diciéndole:
“Cuando no esté más sobre esta tierra, mira mañana y tarde en este espejo, y me verás”. Después expiró. Y desde aquel día, mañana y tarde, la muchacha miraba el pequeño espejo.´
Ingenua como la madre, a la cual se parecía tanto, no dudó jamás que el rostro reflejado en la chapa reluciente no fuese el de su madre. Hablaba a la adorada imagen, convencida de ser escuchada.
Un día el padre la sorprende mientras murmuraba al espejo palabras de ternura.
“¿Qué haces, querida hija?”, le pregunta.
“Miro a la mamá. Fíjate: No se le ve pálida y cansada como cuando estaba enferma: parece más joven y sonriente.”
Conmovido y enternecido el padre, sin quitar a su hija la ilusión, le dijo:
“Tú la encuentras en el espejo, como yo la hallo en ti”.
LA CONFIANZA.
LA CONFIANZA.
(ANTHONY DE MELLO)
En cierta ocasión, un discípulo le dijo a Confucio:
“¿Cuáles son los ingredientes fundamentales de un buen gobierno?”.
Le respondió Confucio:
“Alimentos, armas y la confianza del pueblo”.
“Pero, si tuvieras que prescindir de uno de esos tres ingredientes, siguió preguntando el discípulo, ¿de cuál de ellos prescindirías?
“De las armas.”
“¿Y si tuvieras que prescindir de uno de los otros dos?”
“De los alimentos.”
“¡Pero, sin alimentos, la gente moriría…!”
“Desde tiempo inmemorial, dijo Confucio, la muerte ha sido el destino de los seres humanos. Pero un pueblo que ya no confía en sus gobernantes está verdaderamente perdido.”
(ANTHONY DE MELLO)
En cierta ocasión, un discípulo le dijo a Confucio:
“¿Cuáles son los ingredientes fundamentales de un buen gobierno?”.
Le respondió Confucio:
“Alimentos, armas y la confianza del pueblo”.
“Pero, si tuvieras que prescindir de uno de esos tres ingredientes, siguió preguntando el discípulo, ¿de cuál de ellos prescindirías?
“De las armas.”
“¿Y si tuvieras que prescindir de uno de los otros dos?”
“De los alimentos.”
“¡Pero, sin alimentos, la gente moriría…!”
“Desde tiempo inmemorial, dijo Confucio, la muerte ha sido el destino de los seres humanos. Pero un pueblo que ya no confía en sus gobernantes está verdaderamente perdido.”
LA ORACIÓN DEL ALFABETO.
LA ORACIÓN DEL ALFABETO.
(ANTHONY DE MELLO)
Un pobre campesino que regresaba del mercado a altas horas de la noche descubrió de pronto que no llevaba consigo su libro de oraciones. Se hallaba en medio del bosque y se le había salido una rueda de su carreta, y el pobre hombre estaba muy afligido pensando que aquel día no iba a poder recitar sus oraciones.
Entonces se le ocurrió orar del siguiente modo:
“He cometido una verdadera estupidez, Señor: he salido de casa esta mañana sin mi libro de oraciones, y tengo tan poca memoria que no soy capaz de recitar sin él una sola oración. De manera que voy a hacer una cosa: voy a recitar cinco veces el alfabeto muy despacio, y tú, que conoces todas las oraciones, puedes juntar las letras y formar esas oraciones que yo soy incapaz de recordar”.
Y el Señor le dijo a sus ángeles:
“De todas las oraciones que he escuchado hoy, ésta ha sido la mejor, porque ha brotado de un corazón sencillo y sincero”.
(ANTHONY DE MELLO)
Un pobre campesino que regresaba del mercado a altas horas de la noche descubrió de pronto que no llevaba consigo su libro de oraciones. Se hallaba en medio del bosque y se le había salido una rueda de su carreta, y el pobre hombre estaba muy afligido pensando que aquel día no iba a poder recitar sus oraciones.
Entonces se le ocurrió orar del siguiente modo:
“He cometido una verdadera estupidez, Señor: he salido de casa esta mañana sin mi libro de oraciones, y tengo tan poca memoria que no soy capaz de recitar sin él una sola oración. De manera que voy a hacer una cosa: voy a recitar cinco veces el alfabeto muy despacio, y tú, que conoces todas las oraciones, puedes juntar las letras y formar esas oraciones que yo soy incapaz de recordar”.
Y el Señor le dijo a sus ángeles:
“De todas las oraciones que he escuchado hoy, ésta ha sido la mejor, porque ha brotado de un corazón sencillo y sincero”.
EL ÁGUILA Y EL NIÑO.
EL ÁGUILA Y EL NIÑO.
(MITO AFRICANO)
Hace muchísimos años, cuando todavía los hombres estaban en paz entre ellos, una mujer solía ir a trabajar en los campos con su niño. Lo amamantaba hasta que dejase de llorar, después lo acostaba a la sombra para que durmiese mientras ella trabajaba la tierra con la azada. (En África, así como en otras partes del mundo, son las mujeres quienes trabajan el campo).
Un día el niño, en lugar de dormirse, empezó a llorar porque hacía mucho calor. En aquel momento bajó del cielo un águila muy grande y se puso a darle aire con las alas. Y el niño se quedó quieto. La mujer se asustó mucho.
“¡Pobre de mí! ¡Qué cosa más terrible!”, pensó: “El águila está devorando a mi niño”.
El ave lo acariciaba con las alas y lo calmaba. Pero cuando la mujer se acercó, enseguida voló y se fue a posar encima de un árbol.
Este hecho se repitió dos veces. Entonces la mujer no supo guardarse para sí su secreto tan bello, y le habló al marido.
“He visto un gran prodigio”, le dijo: “Cuando el niño llora, un águila baja a la tierra, se inclina sobre él y lo calma acariciándolo con las alas. Ven también tú y verás”.
Pero el hombre, un tipo huraño y desconfiado, no le creyó. Siguió a su mujer, pero llevando consigo un arco con las flechas.
Escondido entre la maleza, vio venir el águila y posarse sobre el niño que lloraba. Entonces puso en el arco una flecha y la lanzó, tomando como punto de mira el pájaro. En el mismo instante en que disparó, el águila se desvió a un lado, y la flecha atravesó al niño. Fue este el primer asesinato.
De hecho, el águila era un ser bueno, que intentaba hacer el bien al niño. Pero el padre no creyó en la bondad de las criaturas; creyó en la maldad, y así fue cómo creó el mal.
Atormentado por el remordimiento esparció la maldad a su alrededor.
(MITO AFRICANO)
Hace muchísimos años, cuando todavía los hombres estaban en paz entre ellos, una mujer solía ir a trabajar en los campos con su niño. Lo amamantaba hasta que dejase de llorar, después lo acostaba a la sombra para que durmiese mientras ella trabajaba la tierra con la azada. (En África, así como en otras partes del mundo, son las mujeres quienes trabajan el campo).
Un día el niño, en lugar de dormirse, empezó a llorar porque hacía mucho calor. En aquel momento bajó del cielo un águila muy grande y se puso a darle aire con las alas. Y el niño se quedó quieto. La mujer se asustó mucho.
“¡Pobre de mí! ¡Qué cosa más terrible!”, pensó: “El águila está devorando a mi niño”.
El ave lo acariciaba con las alas y lo calmaba. Pero cuando la mujer se acercó, enseguida voló y se fue a posar encima de un árbol.
Este hecho se repitió dos veces. Entonces la mujer no supo guardarse para sí su secreto tan bello, y le habló al marido.
“He visto un gran prodigio”, le dijo: “Cuando el niño llora, un águila baja a la tierra, se inclina sobre él y lo calma acariciándolo con las alas. Ven también tú y verás”.
Pero el hombre, un tipo huraño y desconfiado, no le creyó. Siguió a su mujer, pero llevando consigo un arco con las flechas.
Escondido entre la maleza, vio venir el águila y posarse sobre el niño que lloraba. Entonces puso en el arco una flecha y la lanzó, tomando como punto de mira el pájaro. En el mismo instante en que disparó, el águila se desvió a un lado, y la flecha atravesó al niño. Fue este el primer asesinato.
De hecho, el águila era un ser bueno, que intentaba hacer el bien al niño. Pero el padre no creyó en la bondad de las criaturas; creyó en la maldad, y así fue cómo creó el mal.
Atormentado por el remordimiento esparció la maldad a su alrededor.
LA TEMPESTAD.
LA TEMPESTAD.
(ANTHONY DE MELLO)
Un rico majarajá de la India se hizo a la mar y, al poco rato, se desató una gran tormenta. Uno de los esclavos de a bordo comenzó a llorar y a gemir de miedo, porque era la primera vez que subía a un barco. Su llanto era tan insistente y prolongado que toda la tripulación comenzó a irritarse, y a punto estuvo el majarajá de arrojarlo personalmente por la borda.
Pero su primer consejero, que era sabio, le dijo: “No. Dejadme a mí ocuparme de él. Creo que puedo curarlo”.
Y ordenó a unos cuantos marineros que arrojaran a aquel hombre al mar atado con una cuerda. En el momento en que se vio en el agua, el pobre esclavo, totalmente aterrorizado, se puso a chillar y a debatirse frenéticamente… Al cabo de unos segundos, el sabio ordenó que lo izaran a bordo.
Una vez en cubierta, el esclavo se tendió en un rincón en absoluto silencio. Cuando el majarajá quiso saber a qué se debía semejante cambio de actitud, el consejero le dijo:
“Los seres humanos nunca nos damos cuenta de lo afortunados que somos hasta que nuestra situación empeora”.
(ANTHONY DE MELLO)
Un rico majarajá de la India se hizo a la mar y, al poco rato, se desató una gran tormenta. Uno de los esclavos de a bordo comenzó a llorar y a gemir de miedo, porque era la primera vez que subía a un barco. Su llanto era tan insistente y prolongado que toda la tripulación comenzó a irritarse, y a punto estuvo el majarajá de arrojarlo personalmente por la borda.
Pero su primer consejero, que era sabio, le dijo: “No. Dejadme a mí ocuparme de él. Creo que puedo curarlo”.
Y ordenó a unos cuantos marineros que arrojaran a aquel hombre al mar atado con una cuerda. En el momento en que se vio en el agua, el pobre esclavo, totalmente aterrorizado, se puso a chillar y a debatirse frenéticamente… Al cabo de unos segundos, el sabio ordenó que lo izaran a bordo.
Una vez en cubierta, el esclavo se tendió en un rincón en absoluto silencio. Cuando el majarajá quiso saber a qué se debía semejante cambio de actitud, el consejero le dijo:
“Los seres humanos nunca nos damos cuenta de lo afortunados que somos hasta que nuestra situación empeora”.
EL MEJOR ARGUMENTO.
EL MEJOR ARGUMENTO.
(DANILO ZANELLA)
Un viejecito, ateo e incrédulo, fue a visitar a un sacerdote. Quería que le ayudase a resolver sus dudas de fe. No lograba convencerse de que Jesús de Nazaret hubiera resucitado. Buscaba pruebas de la resurrección.
Cuando entró en casa del sacerdote, estaba ya alguien hablando con él.
El sacerdote entrevió al anciano de pie en el pasillo, y corrió en seguida, sonriente, a ofrecerle una silla.
Cuando el otro se despidió, el sacerdote hizo entrar al señor anciano. Una vez conocido su problema, le habló largamente y, después de un denso coloquio, el anciano de ateo se convirtió en creyente y quiso volver a ponerse en contacto con la palabra de Dios, recibir los sacramentos y recobró la confianza en la Virgen.
El sacerdote satisfecho, pero también un poco sorprendido por el cambio, le preguntó:
“Por favor, después de nuestro largo coloquio, ¿cuál ha sido el argumento que le ha convencido de que Cristo de verdad ha resucitado y de que Dios existe?”.
“El detalle de acercarme la silla para que no me cansase de esperar”, respondió el viejecito.
(DANILO ZANELLA)
Un viejecito, ateo e incrédulo, fue a visitar a un sacerdote. Quería que le ayudase a resolver sus dudas de fe. No lograba convencerse de que Jesús de Nazaret hubiera resucitado. Buscaba pruebas de la resurrección.
Cuando entró en casa del sacerdote, estaba ya alguien hablando con él.
El sacerdote entrevió al anciano de pie en el pasillo, y corrió en seguida, sonriente, a ofrecerle una silla.
Cuando el otro se despidió, el sacerdote hizo entrar al señor anciano. Una vez conocido su problema, le habló largamente y, después de un denso coloquio, el anciano de ateo se convirtió en creyente y quiso volver a ponerse en contacto con la palabra de Dios, recibir los sacramentos y recobró la confianza en la Virgen.
El sacerdote satisfecho, pero también un poco sorprendido por el cambio, le preguntó:
“Por favor, después de nuestro largo coloquio, ¿cuál ha sido el argumento que le ha convencido de que Cristo de verdad ha resucitado y de que Dios existe?”.
“El detalle de acercarme la silla para que no me cansase de esperar”, respondió el viejecito.
EL CASTIGO.
EL CASTIGO.
(ANTHONY DE MELLO)
Érase una vez un asceta que, además de practicar un riguroso celibato, se había propuesto como misión en la vida combatir el sexo a toda costa, tanto en él como en los demás. A causa de esta actitud, prolongada durante años, terminó por tener una visión muy negativa de la vida, del cuerpo y de las relaciones entre las personas.
Cuando le llegó la hora, falleció, y su discípulo, que no pudo soportar la impresión, murió poco después. Cuando el discípulo llegó a la otra vida, no podía dar crédito a sus ojos: ¡allí estaba su querido maestro con una mujer extraordinariamente hermosa sentada en sus rodillas!
Pero se le pasó el susto cuando se le ocurrió pensar que su maestro estaba siendo recompensado por la abstinencia sexual que había ostentado en la tierra. Entonces se acercó a él y le dijo:
“Querido maestro, ahora sé que Dios es justo, porque tú estás recibiendo en el cielo la recompensa por tus austeridades en la tierra”.
El maestro, que parecía bastante molesto, le dijo:
“Idiota, ni esto es el cielo ni yo estoy siendo recompensado, sino que ella está siendo castigada. Porque las personas que tenemos una visión tan negativa de la vida, como yo he tenido, sólo servimos de castigo para los demás”.
(ANTHONY DE MELLO)
Érase una vez un asceta que, además de practicar un riguroso celibato, se había propuesto como misión en la vida combatir el sexo a toda costa, tanto en él como en los demás. A causa de esta actitud, prolongada durante años, terminó por tener una visión muy negativa de la vida, del cuerpo y de las relaciones entre las personas.
Cuando le llegó la hora, falleció, y su discípulo, que no pudo soportar la impresión, murió poco después. Cuando el discípulo llegó a la otra vida, no podía dar crédito a sus ojos: ¡allí estaba su querido maestro con una mujer extraordinariamente hermosa sentada en sus rodillas!
Pero se le pasó el susto cuando se le ocurrió pensar que su maestro estaba siendo recompensado por la abstinencia sexual que había ostentado en la tierra. Entonces se acercó a él y le dijo:
“Querido maestro, ahora sé que Dios es justo, porque tú estás recibiendo en el cielo la recompensa por tus austeridades en la tierra”.
El maestro, que parecía bastante molesto, le dijo:
“Idiota, ni esto es el cielo ni yo estoy siendo recompensado, sino que ella está siendo castigada. Porque las personas que tenemos una visión tan negativa de la vida, como yo he tenido, sólo servimos de castigo para los demás”.
LA HERENCIA.
LA HERENCIA.
(ANTHONY DE MELLO)
Un discípulo se acercó a su Maestro y le dijo:
“Maestro, yo soy un hombre rico y acabo de heredar una gran fortuna. ¿Cómo debo emplearla para que redunde en mi provecho espiritual?”.
Le dijo el Maestro:
“Vuelve dentro de una semana y te daré una respuesta”.
Transcurrida la semana, regresó el discípulo, y el Maestro, suspirando, le dijo:
“La verdad es que no sé que decirte. Si te digo que des el dinero a tus parientes y amigos, no obtendrás ningún bien espiritual. Si te dijo que lo entregues al templo, sólo conseguirás alimentar la avaricia de los sacerdotes. Y si te digo que se lo des a los pobres, te enorgullecerás de tu caridad y caerás en el pecado de la soberbia”.
Pero, como al discípulo le urgía una respuesta, el Maestro acabó diciendo:
“Está bien; da el dinero a los pobres. AL menos ellos se beneficiarán, aunque tú no lo hagas”.
(ANTHONY DE MELLO)
Un discípulo se acercó a su Maestro y le dijo:
“Maestro, yo soy un hombre rico y acabo de heredar una gran fortuna. ¿Cómo debo emplearla para que redunde en mi provecho espiritual?”.
Le dijo el Maestro:
“Vuelve dentro de una semana y te daré una respuesta”.
Transcurrida la semana, regresó el discípulo, y el Maestro, suspirando, le dijo:
“La verdad es que no sé que decirte. Si te digo que des el dinero a tus parientes y amigos, no obtendrás ningún bien espiritual. Si te dijo que lo entregues al templo, sólo conseguirás alimentar la avaricia de los sacerdotes. Y si te digo que se lo des a los pobres, te enorgullecerás de tu caridad y caerás en el pecado de la soberbia”.
Pero, como al discípulo le urgía una respuesta, el Maestro acabó diciendo:
“Está bien; da el dinero a los pobres. AL menos ellos se beneficiarán, aunque tú no lo hagas”.
LA ALDEA EN RUINAS.
LA ALDEA EN RUINAS.
(IMÁGENES DE LA FE)
Era una aldea encantadora, de esas que están metidas entre las montañas. En ella quedaban unos pocos habitantes que se llevaban bien, quizás porque sólo se saludaban cuando se cruzaban. En la puerta de cada casa, estaban escritas las habilidades que cada vecino tenía, y, a juzgar por lo largas que eran las listas, la gente de aquel pueblo debía valer mucho. Los vecinos de aquel pueblo debían valer mucho, pero el sol, la lluvia, los hielos del invierno… iban estropeando las fachadas de las casas. Un día se cayó el poste de teléfonos y cuando paseaban los vecinos decían:
“Ya lo arreglarán los otros, yo no soy el encargado”.
Poco después los hielos rompieron las cañerías de la fuente de la plaza y los vecinos decían: “¡Qué lástima! ¿No habrá nadie que lo arregle?”.
Y el agua inundó la plaza y corría, calle abajo, inundándolo todo. Poco a poco, se fueron rompiendo también las tejas y las casas se inundaron de goteras porque, en los carteles de los vecinos no ponía la habilidad de arreglar tejados. En las esquinas de las calles crecían zarzas y por algunas calles no se podía pasar porque la maleza había cerrado el paso y nadie la quitaba, ya que ninguno tenía esa habilidad.
Años después, las calles, las casas, las cercas, las fuentes… todo estaba medio derruido. Hasta los carteles de las puertas de las viviendas, con las cualidades de los vecinos, se habían estropeado.
Un día se encontraron, por casualidad, todos los vecinos en la plaza y empezaron a comentar unos a otros los destrozos que sufrían cada uno:
“A mí se me ha hundido el tejado…”.
“A mí no me llega la luz..”.
“Yo tengo una zarza en medio de la puerta y casi no puedo salir…”.
Y todos fueron narrando las desgracias de aquella aldea, que estaba convertida casi en ruinas por el abandono. Alguien sugirió la idea de asociarse para arreglar las casas. A todos les pareció bien la idea de asociarse y comenzaron por quitar entre todos las zarzas y maleza de las calles, luego siguieron las cercas, y después los tejados de las casas hundidas. En la plaza, volvió de nuevo a correr la fuente y en ella pusieron una inscripción:
“Agua, corre siempre transparente, sin mancharte con nuestro abandono”.
Y volvieron a levantar los carteles de cada casa, pero poniendo en todos ellos un único mandato:
“Ayudarás a tus vecinos a construir cada día un pueblo nuevo y unido”.
Y el pueblo volvió a lucir entre las montañas y todos los caminantes que llegaban hasta aquel lugar, encontraban la aldea siempre nueva.
(IMÁGENES DE LA FE)
Era una aldea encantadora, de esas que están metidas entre las montañas. En ella quedaban unos pocos habitantes que se llevaban bien, quizás porque sólo se saludaban cuando se cruzaban. En la puerta de cada casa, estaban escritas las habilidades que cada vecino tenía, y, a juzgar por lo largas que eran las listas, la gente de aquel pueblo debía valer mucho. Los vecinos de aquel pueblo debían valer mucho, pero el sol, la lluvia, los hielos del invierno… iban estropeando las fachadas de las casas. Un día se cayó el poste de teléfonos y cuando paseaban los vecinos decían:
“Ya lo arreglarán los otros, yo no soy el encargado”.
Poco después los hielos rompieron las cañerías de la fuente de la plaza y los vecinos decían: “¡Qué lástima! ¿No habrá nadie que lo arregle?”.
Y el agua inundó la plaza y corría, calle abajo, inundándolo todo. Poco a poco, se fueron rompiendo también las tejas y las casas se inundaron de goteras porque, en los carteles de los vecinos no ponía la habilidad de arreglar tejados. En las esquinas de las calles crecían zarzas y por algunas calles no se podía pasar porque la maleza había cerrado el paso y nadie la quitaba, ya que ninguno tenía esa habilidad.
Años después, las calles, las casas, las cercas, las fuentes… todo estaba medio derruido. Hasta los carteles de las puertas de las viviendas, con las cualidades de los vecinos, se habían estropeado.
Un día se encontraron, por casualidad, todos los vecinos en la plaza y empezaron a comentar unos a otros los destrozos que sufrían cada uno:
“A mí se me ha hundido el tejado…”.
“A mí no me llega la luz..”.
“Yo tengo una zarza en medio de la puerta y casi no puedo salir…”.
Y todos fueron narrando las desgracias de aquella aldea, que estaba convertida casi en ruinas por el abandono. Alguien sugirió la idea de asociarse para arreglar las casas. A todos les pareció bien la idea de asociarse y comenzaron por quitar entre todos las zarzas y maleza de las calles, luego siguieron las cercas, y después los tejados de las casas hundidas. En la plaza, volvió de nuevo a correr la fuente y en ella pusieron una inscripción:
“Agua, corre siempre transparente, sin mancharte con nuestro abandono”.
Y volvieron a levantar los carteles de cada casa, pero poniendo en todos ellos un único mandato:
“Ayudarás a tus vecinos a construir cada día un pueblo nuevo y unido”.
Y el pueblo volvió a lucir entre las montañas y todos los caminantes que llegaban hasta aquel lugar, encontraban la aldea siempre nueva.
LOS COCODRILOS.
LOS COCODRILOS.
Un joven que buscaba un Maestro capaz de encauzarle por el camino de la santidad llegó a una escuela de sabiduría presidida por un gurú que, a pesar de gozar de una gran fama de santidad, era un farsante. Pero el joven no lo sabía.
“Antes de aceptarte como discípulo –le dijo el gurú-, debo probar tu obediencia. Cerca de esta escuela fluye un río plagado de cocodrilos. Deseo que lo cruces a nado.”
La fe del joven discípulo era tan grande que hizo exactamente lo que se le pedía: se dirigió al río y se introdujo en él gritando:
“¡Alabado sea el poder de mi gurú!”.
Y, ante el asombro de éste, el joven cruzó a nado hasta la otra orilla y regresó del mismo modo, sin sufrir el más mínimo daño.
Aquello convenció al gurú de que era aún más santo de lo que había imaginado, de modo que decidió hacer a todos sus discípulos una demostración de su poder, a fin de acrecentar su fama de santidad. Se metió en el río gritando:
“¡Alabado sea yo! ¡Alabado sea yo!”, y al instante llegaron los cocodrilos y lo devoraron.
Un joven que buscaba un Maestro capaz de encauzarle por el camino de la santidad llegó a una escuela de sabiduría presidida por un gurú que, a pesar de gozar de una gran fama de santidad, era un farsante. Pero el joven no lo sabía.
“Antes de aceptarte como discípulo –le dijo el gurú-, debo probar tu obediencia. Cerca de esta escuela fluye un río plagado de cocodrilos. Deseo que lo cruces a nado.”
La fe del joven discípulo era tan grande que hizo exactamente lo que se le pedía: se dirigió al río y se introdujo en él gritando:
“¡Alabado sea el poder de mi gurú!”.
Y, ante el asombro de éste, el joven cruzó a nado hasta la otra orilla y regresó del mismo modo, sin sufrir el más mínimo daño.
Aquello convenció al gurú de que era aún más santo de lo que había imaginado, de modo que decidió hacer a todos sus discípulos una demostración de su poder, a fin de acrecentar su fama de santidad. Se metió en el río gritando:
“¡Alabado sea yo! ¡Alabado sea yo!”, y al instante llegaron los cocodrilos y lo devoraron.
EL RABINO ISAAC.
EL RABINO ISAAC.
(POPULAR JUDÍO)
Una noche, le fue ordenado en sueños a Isaac, un rabino judío que habitaba en la ciudad polaca de Cracovia, que acudiera a la lejana Praga y que, una vez allí, desenterrara lo escondido debajo de un puente del palacio real.
Isaac no se tomó el sueño en serio, pero, al repetirse éste cuatro o cinco veces, acabó decidiéndose a ir en busca del tesoro.
Cuando llegó al puente, descubrió consternado que el puente de sus sueños estaba día y noche fuertemente vigilado por los soldados. Todo lo que podía hacer era contemplar el puente a una cierta distancia.
Pero, como acudía allá todas las mañanas, el capitán de la guardia se le acercó un día para averiguar el porqué. El rabino Isaac, a pesar de lo violento que le resultaba confiar su sueño a otra persona, le dijo al capitán toda la verdad, porque le agradó el buen carácter de aquel cristiano. El capitán soltó una enorme carcajada y le dijo:
“¡Cielos! ¿Es usted un rabino y se toma los sueños tan enserio? ¡Si yo fuera tan estúpido como para creer en mis sueños, ahora estaría dando vueltas por Polonia! Le contaré un sueño que tuve hace varias noches y que se ha repetido unas cuantas veces: Una voz me dijo que fuera a Cracovia y buscara un tesoro en el rincón de la cocina de un tal Isaac, hijo de Ezequiel. ¿No cree usted que sería la mayor estupidez del mundo buscar en Cracovia a un tal Isaac y a otro llamado Ezequiel, siendo probablemente la mitad de la población masculina de Cracovia la que responde al nombre de Isaac, y la otra mitad al de Ezequiel?”.
El rabino estaba atónito. Le dio las gracias al capitán por su consejo, regresó apresuradamente a su casa, cavó en el rincón de la cocina y encontró un tesoro tan abundante que le permitió vivir espléndidamente el resto de sus días.
De esta forma el rabino Isaac aprendió que es inútil buscar lejos: Las mayores riquezas se hallan en nuestro interior y a nuestro alrededor. Hay que saber descubrirlas.
(POPULAR JUDÍO)
Una noche, le fue ordenado en sueños a Isaac, un rabino judío que habitaba en la ciudad polaca de Cracovia, que acudiera a la lejana Praga y que, una vez allí, desenterrara lo escondido debajo de un puente del palacio real.
Isaac no se tomó el sueño en serio, pero, al repetirse éste cuatro o cinco veces, acabó decidiéndose a ir en busca del tesoro.
Cuando llegó al puente, descubrió consternado que el puente de sus sueños estaba día y noche fuertemente vigilado por los soldados. Todo lo que podía hacer era contemplar el puente a una cierta distancia.
Pero, como acudía allá todas las mañanas, el capitán de la guardia se le acercó un día para averiguar el porqué. El rabino Isaac, a pesar de lo violento que le resultaba confiar su sueño a otra persona, le dijo al capitán toda la verdad, porque le agradó el buen carácter de aquel cristiano. El capitán soltó una enorme carcajada y le dijo:
“¡Cielos! ¿Es usted un rabino y se toma los sueños tan enserio? ¡Si yo fuera tan estúpido como para creer en mis sueños, ahora estaría dando vueltas por Polonia! Le contaré un sueño que tuve hace varias noches y que se ha repetido unas cuantas veces: Una voz me dijo que fuera a Cracovia y buscara un tesoro en el rincón de la cocina de un tal Isaac, hijo de Ezequiel. ¿No cree usted que sería la mayor estupidez del mundo buscar en Cracovia a un tal Isaac y a otro llamado Ezequiel, siendo probablemente la mitad de la población masculina de Cracovia la que responde al nombre de Isaac, y la otra mitad al de Ezequiel?”.
El rabino estaba atónito. Le dio las gracias al capitán por su consejo, regresó apresuradamente a su casa, cavó en el rincón de la cocina y encontró un tesoro tan abundante que le permitió vivir espléndidamente el resto de sus días.
De esta forma el rabino Isaac aprendió que es inútil buscar lejos: Las mayores riquezas se hallan en nuestro interior y a nuestro alrededor. Hay que saber descubrirlas.
LA PIEDRA.
LA PIEDRA
Diógenes fue un filósofo griego, famoso no sólo por sus doctrinas, sino también por la forma irónica y desenfadada que utilizaba para expresar sus ideas.
Creó una escuela cuyos discípulos se llamaban “los cínicos”. Recibían este nombre por reunirse a escuchar al maestro Diógenes en la plaza “del perro”, que en griego se dice “kinós”; derivándose de esta expresión la palabra “cínico”.
Un buen día se hallaba Diógenes plantado en la esquina de una calle que confluía a la plaza donde enseñaba. Se reía como un loco.
“¿De qué te ríes?”, le preguntó un transeúnte.
“¿Ves esa piedra que hay en medio de la calle? Desde que llegué aquí esta mañana, diez personas han tropezado con ella y han maldecido, pero ninguna de ellas se ha tomado la molestia de retirarla para que no tropezaran otros.”
También se cuenta de él que recorría las calles, en pleno día, alumbrándose con un farol, en actitud de búsqueda.
Al verle así la gente que paseaba se detenía y le preguntaban:
“¿Qué buscas, Diógenes?”
“Busco a una persona.”
De esta forma intentaba hacer pensar y reflexionar a los ciudadanos para que tomaran conciencia de los problemas existentes.
Diógenes fue un filósofo griego, famoso no sólo por sus doctrinas, sino también por la forma irónica y desenfadada que utilizaba para expresar sus ideas.
Creó una escuela cuyos discípulos se llamaban “los cínicos”. Recibían este nombre por reunirse a escuchar al maestro Diógenes en la plaza “del perro”, que en griego se dice “kinós”; derivándose de esta expresión la palabra “cínico”.
Un buen día se hallaba Diógenes plantado en la esquina de una calle que confluía a la plaza donde enseñaba. Se reía como un loco.
“¿De qué te ríes?”, le preguntó un transeúnte.
“¿Ves esa piedra que hay en medio de la calle? Desde que llegué aquí esta mañana, diez personas han tropezado con ella y han maldecido, pero ninguna de ellas se ha tomado la molestia de retirarla para que no tropezaran otros.”
También se cuenta de él que recorría las calles, en pleno día, alumbrándose con un farol, en actitud de búsqueda.
Al verle así la gente que paseaba se detenía y le preguntaban:
“¿Qué buscas, Diógenes?”
“Busco a una persona.”
De esta forma intentaba hacer pensar y reflexionar a los ciudadanos para que tomaran conciencia de los problemas existentes.
LA SABIDURÍA DE UNA ANCIANA.
LA SABIDURÍA DE UNA ANCIANA.
(MARTÍN DESCALZO)
Existió un cura que estaba harto de una beata que todos los días venía a contarle las revelaciones que Dios personalmente le hacía.
Semana tras semana, la buena señora entraba en comunicación directa con el cielo y recibía mensaje tras mensaje.
El cura, queriendo desenmascarar de una vez lo que de superchería había en tales comunicaciones, dijo a la mujer: “Mira, la próxima vez que veas a Dios dile que, para que yo me convenza de que el Él quien te habla, te diga cuáles son mis pecados, esos que sólo yo conozco”.
Con esto, pensó el cura, la mujer se callará para siempre y dejará de molestarme con esas historias.
Pero a los pocos días regresó la beata.
“¿Hablaste con Dios?”
“Sí.”
“¿Y te dijo mis pecados?”
“Me dijo que no me los podía decir porque los ha olvidado.”
Al oír esto, el cura no supo si las apariciones aquellas eran verdaderas. Pero supo que la teología de aquella mujer era buena y profunda: porque la verdad es que Dios no sólo perdona los pecados de las personas sino que, una vez perdonados, los olvida. Esta es la misericordia de Dios que tan bien conocía aquella anciana.
(MARTÍN DESCALZO)
Existió un cura que estaba harto de una beata que todos los días venía a contarle las revelaciones que Dios personalmente le hacía.
Semana tras semana, la buena señora entraba en comunicación directa con el cielo y recibía mensaje tras mensaje.
El cura, queriendo desenmascarar de una vez lo que de superchería había en tales comunicaciones, dijo a la mujer: “Mira, la próxima vez que veas a Dios dile que, para que yo me convenza de que el Él quien te habla, te diga cuáles son mis pecados, esos que sólo yo conozco”.
Con esto, pensó el cura, la mujer se callará para siempre y dejará de molestarme con esas historias.
Pero a los pocos días regresó la beata.
“¿Hablaste con Dios?”
“Sí.”
“¿Y te dijo mis pecados?”
“Me dijo que no me los podía decir porque los ha olvidado.”
Al oír esto, el cura no supo si las apariciones aquellas eran verdaderas. Pero supo que la teología de aquella mujer era buena y profunda: porque la verdad es que Dios no sólo perdona los pecados de las personas sino que, una vez perdonados, los olvida. Esta es la misericordia de Dios que tan bien conocía aquella anciana.
EL NIÑO Y EL ANCIANO.
EL NIÑO Y EL ANCIANO.
(CUENTO CHINO)
Un día el pequeño Ciang se adentró en el bosque, y después de haber caminado mucho, vio una mísera cas de madera alrededor de la cual reinaba la más absoluta paz: ni una gallina, un cerdo o un gato.
Pensando que estuviera deshabitada, se acercó cautelosamente. Y cuál fue su sorpresa al ver, por una juntura entre las tablas, a un viejo de barba blanca tendido en el lecho.
-“Entra niño”, le dijo aquel viejo.
Y su voz era como de algodón, como si viniese de una nube.
-“Te he sentido llegar, al menos, desde un kilómetro. ¡Entra!”
Ciang entró y preguntó:
-“¿Cómo es posible que tú, viejo como eres, me hayas oído de tan lejos?”.
-“Es que me estoy muriendo. Y cuando uno es viejo y ha vivido lo suficiente, conviene que se familiarice con la Muerte y el oído se le torna muy sensible, como el fino oído del leopardo. Por eso me he retirado aquí. Quién está muriendo no tiene necesidad de ver personas, ya ha visto bastantes. Las ha visto venir y pasar. Quien siente que va a morir sólo tiene necesidad de tranquilidad. No está bien que a un hombre en esta circunstancia se le busque y se le atormente con charlas y palabras vanas. Conviene pasar de largo por la puerta de su casa, como si fuese la habitación de nadie…”
-“Pero tú me has invitado a entrar”, -objetó tímidamente Ciang.
-“Es verdad” –dijo el viejo en un susurro-, “pero sólo porque tenía nostalgia de una sonrisa. ¿Me la quieres dar?”
Ciang sonrió levemente. El viejo sabio se durmió para siempre.
(CUENTO CHINO)
Un día el pequeño Ciang se adentró en el bosque, y después de haber caminado mucho, vio una mísera cas de madera alrededor de la cual reinaba la más absoluta paz: ni una gallina, un cerdo o un gato.
Pensando que estuviera deshabitada, se acercó cautelosamente. Y cuál fue su sorpresa al ver, por una juntura entre las tablas, a un viejo de barba blanca tendido en el lecho.
-“Entra niño”, le dijo aquel viejo.
Y su voz era como de algodón, como si viniese de una nube.
-“Te he sentido llegar, al menos, desde un kilómetro. ¡Entra!”
Ciang entró y preguntó:
-“¿Cómo es posible que tú, viejo como eres, me hayas oído de tan lejos?”.
-“Es que me estoy muriendo. Y cuando uno es viejo y ha vivido lo suficiente, conviene que se familiarice con la Muerte y el oído se le torna muy sensible, como el fino oído del leopardo. Por eso me he retirado aquí. Quién está muriendo no tiene necesidad de ver personas, ya ha visto bastantes. Las ha visto venir y pasar. Quien siente que va a morir sólo tiene necesidad de tranquilidad. No está bien que a un hombre en esta circunstancia se le busque y se le atormente con charlas y palabras vanas. Conviene pasar de largo por la puerta de su casa, como si fuese la habitación de nadie…”
-“Pero tú me has invitado a entrar”, -objetó tímidamente Ciang.
-“Es verdad” –dijo el viejo en un susurro-, “pero sólo porque tenía nostalgia de una sonrisa. ¿Me la quieres dar?”
Ciang sonrió levemente. El viejo sabio se durmió para siempre.
LOS GLOBOS DE COLORES.
LOS GLOBOS DE COLORES.
Las casetas de la feria, llenas de atracciones originales, se habían colocado en la explanada que hay en las afueras de la ciudad. Las múltiples atracciones hacían las delicias de pequeños y grandes, alegrando sus vidas grises con luces de color, y miles de sonidos que brotaban por doquier llenándolo todo.
Un niño de color y pelo ensortijado también había acudido al recinto. Tras haberlo visto todo, con ojos nuevos, contemplaba extasiado al vendedor de globos de la feria, el cual era un excelente vendedor. En un determinado momento, soltó un globo rojo, que se elevó por los aires, atrayendo a una multitud de posibles jóvenes clientes.
Luego soltó un globo azul, después uno amarillo, a continuación un globo blanco… Todos ellos remontaron el vuelo hacia el cielo hasta que desaparecieron. El niño negro, sin embargo, no dejaba de mirar un globo negro que el vendedor no soltaba en ningún momento. Finalmente, le preguntó:
“Señor, si soltara usted el globo negro, ¿subiría tan alto como los demás?”.
El vendedor sonrió comprensivamente al niño, soltó el cordel con que tenía sujeto el globo negro y, mientras éste se elevaba hacia lo alto, le dijo:
“No es el color lo que les hace ascender, hijo. Es lo que hay dentro”.
Las casetas de la feria, llenas de atracciones originales, se habían colocado en la explanada que hay en las afueras de la ciudad. Las múltiples atracciones hacían las delicias de pequeños y grandes, alegrando sus vidas grises con luces de color, y miles de sonidos que brotaban por doquier llenándolo todo.
Un niño de color y pelo ensortijado también había acudido al recinto. Tras haberlo visto todo, con ojos nuevos, contemplaba extasiado al vendedor de globos de la feria, el cual era un excelente vendedor. En un determinado momento, soltó un globo rojo, que se elevó por los aires, atrayendo a una multitud de posibles jóvenes clientes.
Luego soltó un globo azul, después uno amarillo, a continuación un globo blanco… Todos ellos remontaron el vuelo hacia el cielo hasta que desaparecieron. El niño negro, sin embargo, no dejaba de mirar un globo negro que el vendedor no soltaba en ningún momento. Finalmente, le preguntó:
“Señor, si soltara usted el globo negro, ¿subiría tan alto como los demás?”.
El vendedor sonrió comprensivamente al niño, soltó el cordel con que tenía sujeto el globo negro y, mientras éste se elevaba hacia lo alto, le dijo:
“No es el color lo que les hace ascender, hijo. Es lo que hay dentro”.
UN HOMBRE LIBRE.
UN HOMBRE LIBRE.
(RABINDRANTH TAGORE)
Era joven y me sentía fuerte. Aquella mañana de primavera salí de casa y grité:
-“Yo estoy a disposición de quien quiera emplearme”.
Me lancé al camino empedrado. En aquel mismo momento pasaba el rey, erguido en su carroza, con la espada en la mano y seguido por mil guerreros.
-“Te tomo yo a mi servicio –dijo el rey-, y en compensación, te daré parte de mi poder.”
Pero yo no sabía qué hacer con su poder. Y lo dejé irse.
-“Yo estoy a disposición de todos. ¿Quién me quiere?”
En la tarde soleada, un viejo pensativo me paró, y me dijo:
-“Te tomo para mis negocios. Y te compensaré con rupias sonantes”.
Y comenzó a pagarme con monedas de oro.
Pero yo no sabía qué hacer con su dinero. Y me giré hacia otra parte. En la tarde llegué cerca de una casucha. Se asomó una hermosa muchacha y me dijo:
-“Yo te tomo y te compensaré con mi sonrisa”.
Yo quedé pensativo, preguntándome cuánto dura una sonrisa.
Mientras reflexionaba la sonrisa se apagó, y la niña desapareció en la sombra. Pasé la noche extendido en la hierba. Al amanecer estaba lleno de rocío.
-“Yo estoy a disposición… ¿quién me quiere?”
El sol brillaba en la arena, cuando vi a un niño que jugaba con tres conchas, sentado en la arena. Al verme levantó la cabeza y sonrió, como si me reconociera.
-“Te tomo yo, y a cambio no te daré nada.”
Acepté el contrato y comencé a jugar con él. A la gente que pasaba y preguntaba por mí, le respondía:
-“No puedo, estoy ocupado”. Y desde aquel día, me sentí un hombre libre.
(RABINDRANTH TAGORE)
Era joven y me sentía fuerte. Aquella mañana de primavera salí de casa y grité:
-“Yo estoy a disposición de quien quiera emplearme”.
Me lancé al camino empedrado. En aquel mismo momento pasaba el rey, erguido en su carroza, con la espada en la mano y seguido por mil guerreros.
-“Te tomo yo a mi servicio –dijo el rey-, y en compensación, te daré parte de mi poder.”
Pero yo no sabía qué hacer con su poder. Y lo dejé irse.
-“Yo estoy a disposición de todos. ¿Quién me quiere?”
En la tarde soleada, un viejo pensativo me paró, y me dijo:
-“Te tomo para mis negocios. Y te compensaré con rupias sonantes”.
Y comenzó a pagarme con monedas de oro.
Pero yo no sabía qué hacer con su dinero. Y me giré hacia otra parte. En la tarde llegué cerca de una casucha. Se asomó una hermosa muchacha y me dijo:
-“Yo te tomo y te compensaré con mi sonrisa”.
Yo quedé pensativo, preguntándome cuánto dura una sonrisa.
Mientras reflexionaba la sonrisa se apagó, y la niña desapareció en la sombra. Pasé la noche extendido en la hierba. Al amanecer estaba lleno de rocío.
-“Yo estoy a disposición… ¿quién me quiere?”
El sol brillaba en la arena, cuando vi a un niño que jugaba con tres conchas, sentado en la arena. Al verme levantó la cabeza y sonrió, como si me reconociera.
-“Te tomo yo, y a cambio no te daré nada.”
Acepté el contrato y comencé a jugar con él. A la gente que pasaba y preguntaba por mí, le respondía:
-“No puedo, estoy ocupado”. Y desde aquel día, me sentí un hombre libre.
LAS TRES PIPAS.
LAS TRES PIPAS.
(POPULAR DE MADAGASCAR)
He aquí el consejo del jefe de una tribu de Madagascar:
“Si has peleado con tu hermano y te propone matarlo, antes de llevar a cabo tu propósito, busca tu pipa, siéntate tranquilamente, cárgala de tabaco y fuma hasta terminarlo. Cuando hayas finalizado la primera pipa, te darás cuenta de que la muerte, pensándolo bien, es un castigo totalmente desproporcionado por la culpa cometida, y te propondrás darle solamente una buena paliza.
Carga entonces la segunda pipa, y fúmala sin prisas hasta el final, dejando que tus ojos contemplen el paisaje. Cuando la hayas terminado te persuadirás de que algunas palabras enérgicas pueden sustituir los golpes. ¡Bien!
Carga entonces tu tercera pipa y cuando hayas terminado de fumarla, lo más probable es que vayas a donde tu hermano y lo abraces”.
(POPULAR DE MADAGASCAR)
He aquí el consejo del jefe de una tribu de Madagascar:
“Si has peleado con tu hermano y te propone matarlo, antes de llevar a cabo tu propósito, busca tu pipa, siéntate tranquilamente, cárgala de tabaco y fuma hasta terminarlo. Cuando hayas finalizado la primera pipa, te darás cuenta de que la muerte, pensándolo bien, es un castigo totalmente desproporcionado por la culpa cometida, y te propondrás darle solamente una buena paliza.
Carga entonces la segunda pipa, y fúmala sin prisas hasta el final, dejando que tus ojos contemplen el paisaje. Cuando la hayas terminado te persuadirás de que algunas palabras enérgicas pueden sustituir los golpes. ¡Bien!
Carga entonces tu tercera pipa y cuando hayas terminado de fumarla, lo más probable es que vayas a donde tu hermano y lo abraces”.
DOMINGO POR LA MAÑANA.
DOMINGO POR LA MAÑANA.
(GIANNI RODARI. CUENTOS POR TELÉFONO)
El señor Cesar era muy rutinario. Todos los domingos por la mañana se levantaba tarde, daba vueltas por casa en pijama y a las once se afeitaba, dejando abierta la puerta del baño.
Aquel era el momento esperado por su hijo Francisco, que tenía sólo seis años, pero manifestaba ya una inclinación por la medicina y la cirugía. Francisco tomaba el paquete de algodón hidrófilo, la botellita de alcohol desnaturalizado, el sobre de esparadrapos, entraba en el baño y se sentaba en el taburete a esperar.
-“¿Qué hay?”, pregunta el señor César, enjabonándose la cara.
Los otros días de la semana se afeitaba con la máquina eléctrica, pero el domingo usa todavía el jabón y las cuchillas. Francisco se torcía en el pequeño asiento, serio, sin responder.
-“¿Entonces?”
-“Bien –decía Francisco- puede ser que tú te cortes. Entonces yo te curaré.”
-“Ya” –decía el señor César.
-“Pero no te cortes a propósito como el domingo pasado –decía Francisco severamente-, a propósito no vale.”
-“De acuerdo” –decía el señor César.
Pero cortarse sin hacerlo aposta no lo lograba. Intentaba equivocarse sin quererlo, pero es difícil y casi imposible. Hacía de todo para estar distraído, pero no podía. Finalmente, aquí o allá, el corte llegaba y Francisco podía entrar en acción. Secaba el hilo de sangre, desinfectaba, pegaba el esparadrapo. Así cada domingo el señor César regalaba un hilo de sangre a su hijo, y Francisco estaba convencido de ser útil a su distraído padre.
(GIANNI RODARI. CUENTOS POR TELÉFONO)
El señor Cesar era muy rutinario. Todos los domingos por la mañana se levantaba tarde, daba vueltas por casa en pijama y a las once se afeitaba, dejando abierta la puerta del baño.
Aquel era el momento esperado por su hijo Francisco, que tenía sólo seis años, pero manifestaba ya una inclinación por la medicina y la cirugía. Francisco tomaba el paquete de algodón hidrófilo, la botellita de alcohol desnaturalizado, el sobre de esparadrapos, entraba en el baño y se sentaba en el taburete a esperar.
-“¿Qué hay?”, pregunta el señor César, enjabonándose la cara.
Los otros días de la semana se afeitaba con la máquina eléctrica, pero el domingo usa todavía el jabón y las cuchillas. Francisco se torcía en el pequeño asiento, serio, sin responder.
-“¿Entonces?”
-“Bien –decía Francisco- puede ser que tú te cortes. Entonces yo te curaré.”
-“Ya” –decía el señor César.
-“Pero no te cortes a propósito como el domingo pasado –decía Francisco severamente-, a propósito no vale.”
-“De acuerdo” –decía el señor César.
Pero cortarse sin hacerlo aposta no lo lograba. Intentaba equivocarse sin quererlo, pero es difícil y casi imposible. Hacía de todo para estar distraído, pero no podía. Finalmente, aquí o allá, el corte llegaba y Francisco podía entrar en acción. Secaba el hilo de sangre, desinfectaba, pegaba el esparadrapo. Así cada domingo el señor César regalaba un hilo de sangre a su hijo, y Francisco estaba convencido de ser útil a su distraído padre.
QUINIENTOS MIL DINARES.
QUINIENTOS MIL DINARES.
Un avaro había acumulado quinientos mil dinares y se las prometía muy felices haciendo cábalas sobre el mejor modo de invertir su dinero y pensando en el estupendo año que iba a pasar.
Pero, inesperadamente, se presentó el Ángel de la Muerte para llevárselo consigo. Llegó de puntillas, con una mueca en el rostro y un silencio helado en sus expresiones.
Entonces el hombre rico se puso a pedir y a suplicar, apelando a mil argumentos para que le fuera permitido vivir un poco más, pero el Ángel de la Muerte se mostró inflexible.
“¡Concédeme tres días de vida, y te daré la mitad de mi fortuna!”, le suplicó el hombre.
Pero el Ángel no quiso ni oír hablar de ello y comenzó a tirar de él.
“¡Concédeme al menos un día, te lo ruego, y te daré todo lo que he ahorrado con tanto sudor y esfuerzo!”. Pero el Ángel seguía impávido.
Lo único que consiguió obtener del Ángel fueron unos breves instantes para escribir apresuradamente la siguiente nota:
“A quien encuentre esta nota, quienquiera que sea: si tienes lo suficiente para vivir, no malgastes tu vida acumulando fortunas. ¡Vive! ¡Mis quinientos mil dinares no me han servido para comprar ni una sola hora de vida!”.
Un avaro había acumulado quinientos mil dinares y se las prometía muy felices haciendo cábalas sobre el mejor modo de invertir su dinero y pensando en el estupendo año que iba a pasar.
Pero, inesperadamente, se presentó el Ángel de la Muerte para llevárselo consigo. Llegó de puntillas, con una mueca en el rostro y un silencio helado en sus expresiones.
Entonces el hombre rico se puso a pedir y a suplicar, apelando a mil argumentos para que le fuera permitido vivir un poco más, pero el Ángel de la Muerte se mostró inflexible.
“¡Concédeme tres días de vida, y te daré la mitad de mi fortuna!”, le suplicó el hombre.
Pero el Ángel no quiso ni oír hablar de ello y comenzó a tirar de él.
“¡Concédeme al menos un día, te lo ruego, y te daré todo lo que he ahorrado con tanto sudor y esfuerzo!”. Pero el Ángel seguía impávido.
Lo único que consiguió obtener del Ángel fueron unos breves instantes para escribir apresuradamente la siguiente nota:
“A quien encuentre esta nota, quienquiera que sea: si tienes lo suficiente para vivir, no malgastes tu vida acumulando fortunas. ¡Vive! ¡Mis quinientos mil dinares no me han servido para comprar ni una sola hora de vida!”.
EL GATO MONTÉS Y LA SERPIENTE.
EL GATO MONTÉS Y LA SERPIENTE.
(DE LOS CUENTOS DE PANCHATANDRA)
Había una vez una mujer, que además de su niño, alimentaba también a un gato montés. Tenía para él el mismo cuidado que para el niño: lo alimentaba con su propio pecho, lo bañaba y le daba todo aquello que necesitaba.
Y sin embargo, no le tenía confianza y andaba meditando para sí:
-“Un gato montés pertenece a una raza fiera de criaturas: ¡con tal de que no le haga daño a mi niño!”.
Un día, mientras la mujer había ido a coger agua y el marido estaba afuera, una serpiente negra salió de su madriguera, y se arrastró hacia la cuna del niño. Pero el gato montés, advertido por el instinto y temiendo por la vida del pequeño, se lanzó sobre la malvada serpiente, trabó con ella una fiera batalla y la hizo pedazos. Después, satisfecho del propio heroísmo, con la sangre que le goteaba de la boca, fue al encuentro de la madre para hacerle ver qué capaz había sido.
Pero cuando la madre lo vio venir con la boca ensangrentada y agitada, creyó que le había comido al niño y, sin pensarlo dos veces, le tiró encima el jarro del agua que lo mató enseguida. Después dejó allí al gato montés, sin mirarlo siquiera, y corrió a casa, donde encontró a su niño sano y salvo, y una gruesa serpiente negra hecha pedazos junto a la cuna.
Entonces comprendió –pero demasiado tarde-, cómo su sospecha había sido inconsiderada e injusta; y, deshecha del dolor, se entristeció grandemente.
(DE LOS CUENTOS DE PANCHATANDRA)
Había una vez una mujer, que además de su niño, alimentaba también a un gato montés. Tenía para él el mismo cuidado que para el niño: lo alimentaba con su propio pecho, lo bañaba y le daba todo aquello que necesitaba.
Y sin embargo, no le tenía confianza y andaba meditando para sí:
-“Un gato montés pertenece a una raza fiera de criaturas: ¡con tal de que no le haga daño a mi niño!”.
Un día, mientras la mujer había ido a coger agua y el marido estaba afuera, una serpiente negra salió de su madriguera, y se arrastró hacia la cuna del niño. Pero el gato montés, advertido por el instinto y temiendo por la vida del pequeño, se lanzó sobre la malvada serpiente, trabó con ella una fiera batalla y la hizo pedazos. Después, satisfecho del propio heroísmo, con la sangre que le goteaba de la boca, fue al encuentro de la madre para hacerle ver qué capaz había sido.
Pero cuando la madre lo vio venir con la boca ensangrentada y agitada, creyó que le había comido al niño y, sin pensarlo dos veces, le tiró encima el jarro del agua que lo mató enseguida. Después dejó allí al gato montés, sin mirarlo siquiera, y corrió a casa, donde encontró a su niño sano y salvo, y una gruesa serpiente negra hecha pedazos junto a la cuna.
Entonces comprendió –pero demasiado tarde-, cómo su sospecha había sido inconsiderada e injusta; y, deshecha del dolor, se entristeció grandemente.
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