EL MONJE Y EL CÁNTARO.
(DE LOS APOTEGMAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO)
Había un monje que vivía hacía años en un monasterio: joven exuberante y valioso, había dejado todo para hacerse santo. Antes tenía manos como el marfil, ahora encallecidas como las escamas de los cocodrilos; antes su rostro era liso y sus cabellos brillantes por los ungüentos; su toga adornada con broches de plata: ahora, trasquilado como una oveja, llevaba bajo el hábito un duro cilicio. Había dominado el cuerpo; pero todavía una pasión se resistía con tenacidad; la tentación de airarse y enfadarse.
Si un hermano en la cosecha dejaba atrás una espiga, en seguida le quitaba de la mano la hoz, con gesto iracundo. Si al vecino de asiento se le escapaba una nota falsa en el coro le largaba un codazo. Un día se presentó al Abad:
-Padre –le dijo-, veo con claridad que no estoy hecho para vivir con los hermanos: encuentro en ellos continuas ocasiones de pecado. Yo me imaginaba que los monjes fueran todos perfectos, pero en cambio me he desengañado. Me retiraré al desierto, al otro lado del río. No tendré ocasión de airarme.
Y desoyendo los consejos del Abad, tomó consigo un cántaro para coger agua del río y se fue. Tendido sobre la tibia arena durmió profundamente. Después cantó sus doce salmos sin ninguna nota desentonada, y rezó con fervor. ¡Qué tranquilo y feliz estaba en aquella soledad, en aquel silencio!
Era necesario ir al río para coger el agua. Fue y regresó, rezando, casi en éxtasis. Pero –qué es, que no es- el cántaro se cayó y toda el agua se derramó por la arena. “¡Paciencia!”, dijo el monje, y rehízo todo el camino, tranquilo como el aceite.
Posó en tierra el cántaro, y aquél de nuevo se le fue de la mano. Allí quedó un poco de humedad, pero dentro ni siquiera una gota.
-¡Maldición! El diablo me quiere tentar. ¡Vamos, paciencia!
Jadeante, emprende el camino, coge el agua y regresa. Y el cántaro rueda por tierra por tercera vez.
-¡Maldito seas!¡Vete al diablo!
Da una patada furiosa y el cántaro se rompe en cien pedazos. Dispara patadas a los pedazos y levanta una pequeña nube de arena. Cuando se le pasa el enfado, el joven reflexiona y regresa al monasterio.
-¡Padre mío!- dice al Abad-, he roto el cántaro con la furia de las patadas: he aquí los pedazos. La causa de mis cóleras no es la compañía de los otros monjes: ¡el defecto está aquí adentro!
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