domingo, 7 de marzo de 2010

LA MUJER DEL CIEGO.

ANTHONY DE MELLO.

Enseñar a un hombre inmaduro puede ser tremendamente perjudicial:

Había un hombre que tenía una hija muy fea y se la dio en matrimonio a un ciego, porque ningún otro la habría querido.

Cuando un médico se ofreció a devolver la vista al marido ciego, el padre de la muchacha se opuso con todas sus fuerzas, pues temía que el hombre se divorciara de su hija.

Afirma Sa´di acerca de esta historia: "El marido de una mujer fea es mejor que sea ciego".

ENMIENDA A LAS ESCRITURAS.

ANTHONY DE MELLO.

Se acercó un hombre sabio a Buda y le dijo: "Las cosas que tú enseñas, señor, no se encuentran en las Santas Escrituras".

"Entonces, ponlas tú en las Escrituras", replicó Buda.

Tras una embarazosa pausa, el hombre siguió diciendo:
"¿Me permitiría sugerirle, señor, que algunas de las cosas que vos enseñáis contradicen las Santas Escrituras?

"Entonces, enmienda las Escrituras", contestó Buda.

En las Naciones Unidas se hizo la propuesta de que se revisaran todas las Escrituras de todas las religiones del mundo. Cualquier cosa que en ellas pudiera llevar a la intolerancia, a la crueldad o al fanatismo, debería ser borrada. Cualquier cosa que de algún modo fuera en contra de la dignidad y el bienestar del hombre debería omitirse.

Cuando se descubrió que el autor de la propuesta era el propio Jesucristo, los periodistas corrieron a visitarle en busca de una más completa explicación. Y ésta fue bien sencilla y breve: "Las Escrituras, como el Sábado, son para el hombre", afirmó, "no el hombre para las Escrituras".

TRIGO DE LAS TUMBAS EGIPCIAS.

ANTHONY DE MELLO.

En la tumba de uno de los antiguos Faraones de Egipto fue hallado un puñado de granos de trigo. Alguien tomó aquellos granos, los plantó y los regó. Y, para general asombro, los granos tomaron vida y retoñaron al cabo de cinco mil años.

Cuando alguien ha alcanzado la luz, sus palabras son como semillas, llenas de vida y de energía. Y pueden conservar la forma de semillas durante siglos, hasta que son sembradas en un corazón fértil y receptivo.

Yo solía pensar que las palabras escritas estaban muertas y secas. Ahora sé que están llenas de energía y de vida. Era mi corazón el que estaba frío y muerto, así que ¿cómo iba a crecer nada en él?

LOS TRES ANILLOS.

DEL NOVELLINO, ANÓNIMO DEL SIGLO XIII

Teniendo necesidad de dinero, Saladín pensó ponerle una trampa a un rico judío que era su súbdito, para después sacarle algún dinero si caía en un error.

Mandó, pues, llamarlo a su presencia, y le preguntó cuál era, según su parecer, la mejor religión. "Si dice la judía, pensaba el infeliz, yo le diré que peca contra mi fe; y si dice la sarracena, yo le diré: Entonces, ¿por qué practicas tú la judía?".

Pero escuchando la pregunta del soberano, aquel tal, que no era tonto, le respondió así:

"Señor, hubo una vez un padre de familia que tenía tres hijos muy queridos y tenía en su poder un anillo bellísimo, adornado con una gema preciosa, la mejor gema que existe en el mundo. Estos hijos suyos, cada uno le rogaba que a su muerte le dejase a él aquel adorno precioso; por lo tanto el padre deseoso de contentarlos, mandó secretamente a por un habilísimo orfebre. Y le dijo: "Maestro, tú tienes que hacerme dos anillos semejantes en todo a éste, con una gema idéntica en cada uno".

Y el orfebre lo contentó, e hizo dos anillos tan iguales al primero que nadie podía conocer cuál era el verdadero: nadie sino sólo el padre.

Entonces, el padre mandó llamar a los hijos, uno por uno, y a cada uno le entregó secretamente un anillo; de modo que cada uno creyó que tenía aquél bueno y ninguno sabía cuál era el verdadero, sino el padre.

Así es con la fe, Señor. La Fé, tú lo sabes, son tres. El Padre que la dio a sus hijos, sabe bien cuál es la mejor. Pero los hijos, que somos nosotros, cada uno cree tener aquella buena; y el padre sonríe a todos y quiere que cada uno lleve en el dedo aquel anillo que le ha dado.

EL ABRIGO DE LA SEÑORA.

Katherine Mansfield

Aunque la jornada fuese límpida y cálida, la señora Brill se alegraba de haberse puesto su collarín de piel de visón sobre el abrigo. Era hermoso sentir el pelo suave de aquel preciado animalillo de nuevo alrededor del cuello.

Lo había sacado de la caja de cartón aquella tarde, sacudiendo el olor a naftalina. Lo había cepillado con energía, y le había devuelto la vida, lustrando los pequeños ojos de vidrio.

Era bello verlos de nuevo animarse, guiñar sutilmente. Le escuchaba en la oreja derecha, que se mordía la cola por la alegría de haber sido sacado de la caja grande de cartón, para la aventura del Domingo: el paseo en el Parque, donde la Banda Municipal daba un concierto para todos en los días de fiesta.

Sentada en el banquillo - siempre el mismo cada domingo -, la señora Brill contemplaba feliz el ya bien conocido escenario. En el kiosco verde los músicos tocaban, con nuevo entusiasmo, las mismas sintonías (siempre iguales).

Alrededor, la gente iba y venía, saludaba, se encontraba de nuevo, intercambiaba comentarios con las mismas personas conocidas de vista de siempre.

La señora Brill se divertía, siempre luciendo al cuello su visón.

En aquel momento dos jóvenes enamorados tomaron asiento en la parte opuesta del banquillo. Estaban bien vestidos, con elegancia sobria y moderna, y charlaban bajo, con ternura. La señora Brill, interesada, se preparó para escucharlos.

"No, ahora no", decía la muchacha. "Aquí no, aquí no podré".

"Pero, ¿por qué?", insistía el compañero. "¿Por miedo a aquella vieja tonta, sentada allá en el extremo del banquillo? Ya, ¿y para qué viene, digo yo?, ¿a quién le agrada? Sería mejor que se quedara en casa, ella y aquella bestia antediluviana que llevaba alrededor del cuello."

"¡Precisamente es el visón lo que me hace reír y me da pena al mismo tiempo! ¡Qué tonta y salvaje que es! ¡Además, parece una merluza frita!"

"¡Pero que se vaya y que nos deje en paz!", gritó el muchacho con rabia. Después, inclinándose hacia ella: "Dime, pequeña mía..."

De ordinario, al regresar a casa, la señora Brill se tomaba el lujo de entrar en la panadería y comprarse un pastel. Era su festín dominical. Algunas veces en el pastel había una almendra, otras no. Esto era una sorpresa.

Pero aquel día pasí sin entrar en la panadería. Subió lentamente las escaleras, entró en la pequeña habitación oscura, muy parecida a un rinconcillo enmohecido. Permaneció por mucho tiempo sentada, mirando la caja grande de cartón todavía abierta sobre la cama y pensando las palabras que le habían dedicado los dos jóvenes.

Después, se quitó del cuello del abrigo la piel de visón, y sin mirarlo, lo extendió dentro de la caja. Pero cuando puso la tapa, tuvo la impresión de oír un extraño lamento. Era el visón que lloraba.