ANTHONY DE MELLO.
Aquel día, el sermón del Maestro se redujo a una sola y enigmática sentencia.
Se limitó a sonreír con ironía y a decir:
"Todo lo que yo hago aquí es estar sentado en la orilla y vender agua del río".
Y concluyó su sermón.
El aguador había instalado su puesto a la orilla del río y acudían miles de personas a comprarle agua. Todo el éxito de su negocio dependían de que aquellas personas no vieran el río. Cuando, al fin, lo vieron, él cerró el negocio.
El predicador tuvo un enorme éxito. Venían a él por millares a adquirir sabiduría. Cuando obtuvieron la sabiduría, dejaron de acudir a sus sermones. Y el predicador no podía ocultar su satisfacción, pues había logrado su propósito, que no era sino el de retirarse lo antes posible, porque en el fondo sabía que él tan sólo ofrecía a la gente lo que ésta ya poseía, con tal de que fuera capaz de abrir los ojos y mirar. "Si yo no me voy", dijo Jesús a sus discípulos, "no vendrá a vosotros el Espíritu Santo".
Si hubieras dejado tan resueltamente de vender agua, la gente habría tenido más posibilidades de ver el río.
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