ANTHONY DE MELLO.
Afirmaba aquel hombre que, en la práctica, era ateo. Si realmente pensaba por sí mismo y era honrado, tenía que admitir que no creía de veras las cosas que su religión le enseñaba. La existencia de Dios originaba tantos problemas como los que resolvía; la vida después de la muerte era un espejismo; las escrituras y la tradición habían causado tanto mal como bien. Todas estas cosas habían sido inventadas por el hombre para mitigar la soledad y la desesperación que él observaba en la existencia humana.
Lo mejor era dejarle en paz. No decirle nada. Tal vez estaba atravesando una crisis de crecimiento y evolución.
Una vez le preguntó el discípulo a su Maestro:
"¿Qué es Buda?".
Y el Maestro le respondió:
"La mente es Buda".
Volvió otro día a hacerle la misma pregunta
y la respuesta fue:
"No hay mente. No hay Buda".
Y el discípulo protestó:
"Pero si el otro día me dijiste:
"La mente es Buda..."
Replicó el Maestro:
"Eso lo dije para que niño dejase de llorar.
Pero, cuando el niño ha dejado de llorar, digo:
No hay mente. No hay Buda".
Tal vez el niño había dejado de llorar y ya estaba preparado para la verdad.
De modo que lo mejor era dejarle solo.
Pero cuando empezó a predicar su recién descubierto ateísmo a otras personas que no estaban preparadas para ello, hubo que frenarle: "Hubo una época, la era pre-científica, en que los hombres adoraban al sol. Vino después la era científica y los hombres se dieron cuenta de que el sol no era un dios; ni siquiera era una persona. Por fin, vino la era mística y Francisco de Asís llamaría "hermano" al sol y hablaría con él".
"Tu fe era la de un chiquillo aterrorizado. Y ahora que te has convertido en un hombre audaz, la has perdido. Ojalá llegues algún día a ser un místico y vuelvas a encontrar tu fe".
La fe no se pierde jamás por buscar sin miedo la verdad. Sólo las creencias que expresan la fe se ven nubladas durante algún tiempo; pero, llegado el momento, se purifican.
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