lunes, 6 de diciembre de 2010

PLAGA DE LANGOSTAS SOBRE LA CIUDAD.

ZAKARIYA TAMER.

Se cuenta que, en tiempos muy remotos, hubo una ciudad con ríos y campos que le daban cuanto necesitaba, y que nunca supo de hambre ni de tristeza.

Pero la gente que vivía en las casa de esta ciudad disfrutaba hablando. Sólo trabajaban un poquito: el resto del tiempo lo perdían hablando.

Ocurrió un día la llegada a la ciuda de un hombre que habitaba en la cima de un monte y que informó de haber visto una nube de incontables langostas volando en dirección a la ciudad. Muchos habitantes de la ciudad se apresuraron a hacer largos discursos de agradecimiento para el hombre, por haberles avisado.

Y la ciudad comenzó los preparativos para hacer frente a la plaga: los poetas compusieron versos criticando a las langostas y amenazándolas con la destrucción. También se rastrearon en los libros antiguos, con las hoas bien amarillas, testimonios que afirmaran la posibilidad de vencer perfectamente a las nubes de langostas. También se diseñaron vestidos preciosos para uso de quienes quisieran combatir la plaga. También se escribieron con tiza en la paredes de las casas frases vejatorias para las langostas. También se organizó un congreso en el que participó casi toda la población de la ciudad y en el que se pronunciaron discursos verdaderamente larguísimos. Y salieron de su boca un torrente de frases que insultaban acaloradamente a la plaga:

"Las langostas son totas..."

"Las langostas son feas..."

Los ciudadanos callaron cuando un sencillo labrador, conocido por sus pocas palabras se adelantó y dijo: "Tenemos que encontrar un medio eficaz para acabar con las langostas. Obremos todos como un solo cuerpo, reunámonos alrededor de nuestros árboles y nuestros campos e impidamos que la plaga de langostas se acerque a ellos por cualquier medio".

Cuando el discurso llegó a su fin, aplaudieron mucho y maldijeron a las langostas, pero ya habían olvidado lo que acababan de oír.

La plaga de langostas llegó mientras la gente de la ciudad estaba dedicada a discutir: cada partido intentaba imponer el valor de su opinión por todos los medios. La langosta ocupó la ciudad y no tardó en comerse la yerba y las espigas de trigo y las hojas de los árboles.

EL LOCO.

KHALIL GIBRAN.

En el jardín de un sanatorio para dementes, trabé conocimiento con un varón joven de cara pálida, bastante agradable y pleno de asombro.

Y después de sentarme a su lado en una banca, le pregunté: -"¿Por qué causa estás aquí?"

Y aquel joven varón me observó, atónito, y me contestó: -Es en verdad una pregunta inoportuna, pero te responderé. Sucede que mi padre deseaba que me pareciese yo a la imagen de él. Mi madre deseaba que me pareciese yo a la imagen de su ilustre progenitor. Mi hermana me daba el ejemplo de su marido, que es hombre de mar, para que continuara su ejemplo.

Mi hermano quiere que me asemeje a él, que es un famoso deportista.

Y mis profesores, asimismo, deseaban que fuese yo como ellos: el doctor en filosofía, el profesor de música, el de lógica...; todos ellos se encontraban empeñados en que fuera yo una imagen fiel, como la de un espejo, de la cara de cada uno de estos varones.

Así que, por lo tanto, vine a este lugar. Creo que este sitio es el más saludable... Al menos aquí, puedo ser yo mismo."

De improvisto, aquel joven joven varón se giró hacia mí y me mandó: -Pero explícame, ¿también tú arribaste a este sitio, forzado por tus educadores y los buenos consejos?"

Le respondí: -No, solamente estoy de visita."

Y el joven varón comentó despectivo: "¡Ah!, tú eres de los que habitan en el manicomio, al otro lado de esa valla."

PARÁBOLA DEL REY TONTO.

LEÓN TOLSTOI.

"Había una vez un rey, al que le gustaban muchos los trajes bonitos, y sólo pensaba en vestirse del mejor modo posible.

Cierto día dos sastres fueron a verlo y le dijeron:

- Podemos hacerte un traje tan hermoso como nadie ha tenido nunca y, además, tendrá la ventaja de que aquel que sea tonto no podrá verlo.

Sólo los inteligentes serán capaces de ver el traje.

El rey se alegró al oír la oferta de los sastres y les encargó el vestido.

Le dieron a los sastres las mejores piezas de seda y terciopelo para que empezaran a confeccionar el traje.

Cuando pasaron unos días, el rey envió a un ministro suyo para saber cómo iban los trabajos.

Los sastres enseñaron al ministro una percha, donde no había nada colgado, y le dijeron: -El traje ya está listo.

Y, como el ministro sabía que el que fuera tonto no podía verlo, fingió que lo veía y los felicitó.

Llevó la percha vacía al rey y el rey también fingió verlo.

Se quitó el traje que llevaba y ordenó que le pusieran el nuevo.

Cuando el soberano salió a pasear por la ciudad, todo el mundo veía que iba desnudo, pero nadie se atrevía a decirlo, sabiendo que únicamente los tontos no podían ver el traje.

Todo el mundo seguía fingiendo ver el traje hasta que, de pronto, un niño se fijó en el rey y dijo: -Mirad, el rey se pasea desnudo por la ciudad. El rey entonces, se miró a sí mismo y se puso todo colorado.

Y toda la gente empezó a reírse al ver al rey desnudo por la calle."

EL AGUJERO.

SLAWOMIR MROZEK.

Había un río con un pueblecito a cada lado. Se unían por una calle sobre un puente que cruzaba el río. Un día, apareció un agujero en el puente. Ambos pueblos estaban de acuerdo en que había que arreglar este agujero. Pero no se ponían de acuerdo respecto a quién le tocaba hacerlo. Cada uno de los pueblos se consideraba superior al otro. El pueblo de la derecha del río decía que era el principal destino de la calle, así que ya que el otro pueblo era menos importante, se debía encargar de arreglarlo. El pueblo del lado izquierdo del río, por su parte, mantenía que todo el tráfico venía hacia ellos, de modo que les debía tocar a los de la derecha.

La disputa siguió y también el agujero. Mientras más tiempo pasaba, más crecía la hostilidad entre los pueblos.

Un día, un vagabundo del pueblo se cayó en el agujero y se partió la pierna. Las personas de los pueblos le preguntaron con mucho detalle si había caminado desde la orilla derecha a la izquierda, o desde la izquierda a la derecha, para poder decidir cuál de los pueblos era el responsable del accidente. Pero él no lo podía recordar, ya que esa noche estaba borracho. Un tiempo después, un carruaje estaba cruzando el puente, se cayó en el agujero y se rompió el eje. Ninguno de los pueblos se fijó en este accidente, ya que el viajante no iba de un pueblo a otro, sino que solamente estaba de paso. El viajante salió del agujero y preguntó enfadado que por qué no se había arreglado el agujero.

Cuando escuchó la razón, declaró: "Yo compraré este agujero. ¿Quién es el dueño?".

Los dos pueblos dijeron a la misma vez que eran los dueños del agujero.

"El que sea el dueño tiene que probarlo."

"¿Cómo podemos probarlo?", preguntaron ambos lados. "Es simple. Sólo el dueño del agujero tiene el derecho de arreglarlo. Compraré el agujero del que arregle el puente."

Las personas de los dos pueblos se pelearon por hacer el trabajo, mientras el viajante fumaba un cigarro y el chófer le arreglaba el eje. Arreglaron rápidamente el puente, y pidieron el dinero por el agujero.

"¿Qué agujero?", el viajante decía sorprendido. "Yo no veo ningún agujero. Llevo desde hace tiempo buscando un buen agujero. Estoy dispuesto a pagar bastante dinero por él, pero por aquí no hay agujero. ¿Me están tomando el pelo, o qué?

Se subió a su carruaje y se fue. Las personas de los dos pueblos ya han hecho las paces. Ahora esperan en el puente en perfecta armonía y, cuando pasa un viajante, lo paran y le dan una paliza.

PARÁBOLA DE LAS MULETAS.

CUENTO INDIO.

Había una vez un país donde todos, durante muchos años, se habían acostumbrado a usar muletas para andar. Desde su más tierna infancia, todos los niños eran enseñados debidamente a usar sus muletas para no caerse, a cuidarlas, a reforzarlas conforme iban creciendo, a barnizarlas para que el barro y la lluvia no las estropeasen. Pero un buen día, un sujeto inconformista empezó a pensar si sería posible prescindir de tal aditamento. En cuanto expuso su idea, los ancianos del lugar, sus padres y maestros, sus amigos, todos le llamaron loco: "Pero, ¿a quién habrá salido este muchacho? ¿No ves que, sin muletas, te caerás irremediablemente? ¿Cómo se te puede ocurrir semejante estupidez?".

Pero nuestro hombre seguía planteándose la cuestión. Se le acercó un anciano y le dijo: ¿Cómo puedes ir en contra de toda nuestra tradición. Durante años y años, todos hemos andado perfectamente con esta ayuda. Te sientes más seguro y tienes que hacer menos esfuezo con las piernas: es un gran invento. Además, ¿cómo vas a despreciar nuestras bibliotecas donde se concreta todo el saber de nuestros mayores sobre la construcción, uso y mantenimiento de la muleta? ¿Cómo vas a ignorar nuestros museos donde se admiran ejemplares egregios, usados por nuestros próceres, nuestros sabios y mentores?

Se le acercó después su padre y le dijo: "Mira, niño, me están cansando tus originales excentricidades. Estás creando problemas en la familia. Si tu bisabuelo, tu abuelo, y tu padre han usado muletas, tú tienes que usarlas porque eso es lo correcto".

Pero nuestro hombre seguía dándole vueltas a la idea, hasta que un día se decidió a ponerla en práctica. Al principio, como le habían advertido, se cayó repetidamente. Los músculos de sus piernas estaban atrofiados. Pero, poco a poco, fue adquiriendo seguridad y, a los pocos días, corría por los caminos, saltaba las cercas de los sembrados y montaba a caballo por las praderas".

Nuestro hombre del cuento había llegado a ser él mismo.

HISTORIA DE UN ADOQUÍN.

Había un adoquín en la calle que estaba contento con su papel: los niños y ancianos lo pisaban, los coches pasaban, no había charquitos ni baches, todo era bonito. Pero a él lo fastidiaban los otros adoquines, que cada uno apretaba por un lado, y no se podía mover. Los veía hasta con malas intenciones. A su vista sólo tenía a ésos y le parecían injustos con él, ¡egoístas! "Seguro -decía- que me aprietan a mí porque yo no me quejo y luego ellos tienen espacio de sobra para respirar.

Un día, no aguantaba más y se plantó: "Estoy harto de vosotros y me voy". Los otros pensaron: "más tranquilos y anchos vamos a estar" "Si quieres rodar, vete por ahí, cualquiera sabe dónde iras a parar... Ah, y tú eres responsable de las desgracias que sucedan por no estar en tu sitio", "Adiós, no aguanto más". Apenas se marchó, un niño en bicicleta que venía a toda velocidad y no lo vio, se cayó aparatosamente y se rompió el brazo. La gente que acudió a atender al niño colocó el adoquín en el hueco de antes. Los cuatro compañeros le riñeron: "Vews, eres un irresponsable, ¿para qué quieres tanta libertad? En la vida hay más cosas que eso".

-"¿Veis, dice el adoquín, cómo no se puede estar con vosotros? Sólo hacéis condenarme. No me queréis a vuestro lado; lo único, aprovecharos de mí. Para eso me voy, me pongo fuera de la calzada y ya está".

Apenas se había quitado, vino una moto y, al pasar su rueda por el hueco dejado por el adoquín, ¡hala! fue a estrellarse contra la pared y, por poco, se mata el conductor al darse su cabeza, con el adoquín. El muchacho ensangrentado y todo, pone el adoquín en su sitio. Surgen nuevas riñas de los compañeros, uno le dice: "Por faltar tú, ¡otro golpe". Otro: "Antes, ni charquitos de agua, y ahora todo van a ser charcos de sangre". El tercero: "Y la calle está más fea". Y el otro cuarto adoquín: "Y hasta nos proteges, el otro día un niño estuvo tirando de mí y me separó un poco de los otros. Hasta puede ser que, por tu culpa, se estropee toda la calle". Todos le decían: "Donde mejor estás es aquí". Parecía convencido ya de quedarse cuando oyó mucho ruido, gritos, caballos, botes de humo. Dice: "Uff!, es una manifestación de trabajdores, que no están contentos y se enfrentan a la policía. Esto no me lo pierdo. Lo veo desde fuera, junto a la pared". Desde allí pudo observar bien lo que pasaba. Los obreros arrojaron palos, piedras, todo lo que encontraban. Tiraron también los otros adoquines compañeros, los arrancaron y los lanzaron contra la policía. Por ello quedó un hoyo enorme en la calle. Otros que venían detrás cogieron más y más. El último de todos vino por él y lo tiró con fuerza a un policía, lo hirió mortalmente y, otra vez, lo bañaron en sangre... El quería ya volver a su sitio y estarse quietecito haciendo su papel, pero... al día siguiente, tempranito, vinieron unos señores con distintas herramientas, los juntaron con otros adoquines, los unieron con cemento, los golpearon fuerte y dijeron: "Estos ya no se mueven". "No puedo ni moverme. ¿Dónde están mis antiguos compañeros? Estos aprietan más. Parecemos todos una sola cosa ¡Cualquiera les dice nada! Más vale callar, no sea que se enteren de que fui el culpable".

LAS GRANADAS.

KHALIL GIBRÁN.

Existía cierta vez un varón que poseía numerosos granados en su huerta. Y todos los otoños ponía sus granadas en charolas de plata, en el pórtico de su casa, y en las charolas colocaba letreros que él mismo confeccionaba: "Coged una granada, son gratis".

Pero las personas cruzaban su casa, y nadie agarraba ni una sola granada.

Después, el varón pensó y, al otro otoño, ya no puso las granadas en charolas de plata en el pórtico de su casa; en su lugar puso allí un letrero, en el que se leía: "Aquí tenemos las mejores grandas del país, pero se venden también más caras que las otras".

Y entonces, efectivamente, todos los varones y todas las mujeres del pueblo llegaron presurosos a comprar esas granadas.

UN GATO EN LA PALMERA.

MANUEL PLIEGO.

Érase una vez un gato que, perseguido por un perro, arribó misteriosamente a la copa de una palmera. Tan alta era la palmera que, al irse el perro, le dio miedo bajar por el vértigo que sentía.

Acurrucado pasó una hora, dos horas... llegó la noche. Y sintió hambre y frío. Y se puso a llorar con maullidos lastimeros. Toda la noche fue de llanto. Al amanecer, pasó por allí el panadero que llevaba pan caliente para los vecinos de la casa cercana. Pero el panadero ni miró. Hacía mucho frío como para sacar la cara de la bufanda.

Un poco más tarde, se acercaron un grupo de niños que caminaban hacia el colegio. Uno de los niños venía comiendo un soberbio bocadillo de sardinas. Al olor de las sardinas, el gato sintió que los ojos se le salían de sus órbitas. Su maullido fue muy agudo... Los niños se pusieron a mirar la copa de la palmera y comenzaron a tirar piedras. El gato se tapó la cabeza entre las patas y se dijo para sí: "¿Qué les habré hecho yo?". El toque de una campana lejana hizo cesar automáticamente el bombardeo. El gato debería seguir esperando...

Pasadas unas dos horas, oyó el gato un rumor de voces. Varias personas estaban hablando al pie de la palmera. Aguzó el oído y le pareció que estaban hablando de él. Uno de los que hablaban decía pertenecer a la Sociedad Protectora de Animales y discutía acaloradamente sobre la manera más efectiva de hacerlo bajar de la palmera. Hablaron de llamar a los bomberos, de buscar una escalera, de montar un puente, de poner sardinas... etc, etc... Todo se quedó en palabras. Tras dos horas discutiendo, el pobre gato seguía siendo inquilino de la palmera... Y el gato pensó para sí: "¡Pobrecitos! con lo sencillo que es..."

Llegó la hora de la comida, volvió a quedar la palmera solitaria. Y de nuevo el hambre se hizo dueña del estómago del gato, que, por los resultados obtenidos, veía que, sin remedio, la muerte se le acercaba... Relamiendo la tristeza de su próximo fin, sintió varios golpes. Dos jóvenes, con largas varas, golpeaban las ramas de la palmera. Una de ellas, lo alcanzó y le hizo caer arriba desde arriba bruscamente. Tras el golpe, el gato huyó presa del miedo y, mientras se alejaba, escuchó: "¡Para otra vez, mira dónde te subes!".

Mientras corría sin rumbo fijo, al gato le sobrevino la película de los acontecimientos. "¿Qué distintos son los hombres?" pensó para sí. Unos ni se enteran, otros son violentos, otros pierden el tiempo hablando, y los que solucionan las cosas, no lo arreglan del todo bien...! ¡Y se las dan de inteligentes!...