jueves, 28 de mayo de 2009

CONFIANZA.

CONFIANZA.
(LEYENDA DE RENEVENLO)
Dos jóvenes atrevidos y crueles se encontraron casualmente con un individuo de aspecto miserable y, creyéndolo idiota, quisieron burlarse de él.
Después de haberlo molestado en varias formas, sin que el otro se mostrase de ningún modo ofendido, lo condujeron a la cima de una torre y le dijeron:
“Tírate, no te harás ningún daño”.
Éste, creyendo sus palabras, se lanzó abajo y voló como un pájaro, y tocó el suelo ileso.
Sus torturadores pensaron que se trataba de un golpe de suerte, y quisieron probar de nuevo. Lo llevaron a la orilla de un lago.
“Allá abajo, en el fondo del lago, hay una perla preciosa”, le dijeron. “Tú puedes sumergirte y cogerla para ti.”
El confiado se tiró enseguida, y no tardó en salir con una perla en la mano.
Entonces aquéllos dos empezaron a sospechar que aquel pobre diablo fuese un hombre de Dios.
“Perdónanos, le dijeron, nos hemos burlado de ti. Pero por favor, revélanos el secreto de tu doctrina.”
“Yo no tengo doctrinas secretas”, respondió. “Creía tan firmemente en aquello que me decíais, que no tenía duda en poder hacerlo. Pero ahora, sabiendo que queríais engañarme, me siento todo confundido. Jamás tendré otra vez el atrevimiento de hacer aquello que he hecho.”
La persona que no duda ni desconfía puede mover las montañas y atravesar el universo sin encontrar obstáculos.

EL TAPIZ.

EL TAPIZ.
(POPULAR PERSA)
Un buen hombre recibió una carta de un amigo. Le comunicaba que le iba a regalar un hermoso tapiz.
Era precioso –le decía – y la carta hacía los mayores elogios del tapiz. Todo él estaba bordado en oro, representaba primorosamente unas escenas bellísimas de cacería, los colores estaban perfectamente conseguidos. Su valor era incalculable.
A los pocos días llamaron a su puerta para entregarle el tapiz. Lo desembaló a toda prisa, y sin verlo, no pudo menos de sentirse defraudado. Aquello no era sino un montón de hilos mal distribuidos sin formar dibujo alguno inteligible. Aquí y allá veía nudos empalmados de cualquier manera. Por ningún sitio veía aquellas maravillosas escenas de cacería de que le había hablado. ¿No será todo fruto de la imaginación de mi amigo? Llegó a pensar. ¡Tantos elogios para tan poca cosa!
De repente, y casi sin advertirlo, dio la vuelta al regalo y respiró aliviado. Desgraciadamente lo había estado mirando del revés. Ahora sí pudo admirar los riquísimos matices de los colores, las bellas escenas representadas… En fin, le pareció que su amigo se había quedado corto en las alabanzas.
Así nos ocurre a nosotros con el sufrimiento. Depende de por donde lo miremos. Mirado del lado de acá nos parece un sin sentido, un absurdo. Visto desde los ojos de Dios puede convertirse para nosotros en una ocasión maravillosa para encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos, con los demás y con el mismo Dios.

EL PRÍNCIPE DESTRONADO.

EL PRÍNCIPE DESTRONADO.
(BENDETTA SCHMIDT VAGLIASINDI)
Había una vez un Rey y una Reina que tenían doce hijos. El país era pobre y hacía tres años que reinaba una terrible carestía, pero a los dos reyes no les faltaba nada.
Un día, mientras la familia real estaba toda reunida, se abrió la ventana y una cigüeña de pico largo depositó en la sala al décimo tercer principito. Hubo un grito de consternación. El Rey intentó en vano devolverle el bulto al pájaro, la Reina se desmayó, los príncipes se pusieron todos a llorar, pero en vano: El recién nacido existía y allí estaba.
El Rey resignado ordenó en seguida un fuerte impuesto en todo el reino para poder comprar la décima tercera corona de oro. Pero el pueblo se negó enérgicamente a pagar, tanto que se hubo de renunciar a la corona. Y al nuevo Príncipe se le llamó el Príncipe Destronado.
El Príncipe destronado crecía alto y fuerte, pero sus hermanos no dejaban de molestarlo, por culpa de aquella bendita corona. Por lo tanto, apenas cumplió los quince años, decidió partir y no regresar al reino, hasta haber conseguido la corona más bella del mundo.
Un día, a escondidas de todos, montó a caballo, y tomando consigo sólo su sable y un pan, partió a la aventura. La carestía no había terminado, y el país presentaba un espectáculo que partía el corazón más duro.
Los campos, en vez de dorarse las mieses, estaban sembrados de cadáveres. Los niños, en vez de jugar y gritar, lloraban en voz baja. También los pájaros habían dejado de cantar.
El príncipe destronado, con el corazón alborotado, miraba y pensaba. Pensaba en el motivo de su viaje: ¿con qué derecho marchaba a la conquista de una corona cuando sus súbditos morían de hambre? De pronto escuchó un lamento, y descubrió a una vieja tan demacrada y macilenta que daba horror.
“Tengo hambre”, le dijo con un hilo de voz.
También el príncipe estaba hambriento; no obstante sacó del bolso su único pan y se lo dio.
Cuando terminó de comer, la mujer le dijo todavía:
“Yo estoy saciada, pero hay millares de miserables que no lo están. Vete a la mitad de la llanura y cava sin pararte, hasta que encuentres la mina del Pan. Tiene que hacerlo una persona de sangre real porque hay un encantamiento. Y en el fondo de la fosa excavada encontrarás también tu corona”.
El príncipe volvió el caballo hacia el centro de la llanura, después saltó a tierra, desenvainó la espada y se puso a cavar. Cava y cava, la noche se echaba encima y no descubría nada. Estaba exhausto, no había comido desde el día anterior y las fuerzas le venían a menos. Cava y cava, despuntó otro día: Tenía las manos despellejadas, la espalda dolorida y la cara manchada de tierra.
Hubiera renunciado a la empresa, sin los gemidos del pueblo no lo hubieran empujado a resistir. Pasaron tres días y tres noches. Al final de la tercera noche, agotado, se desmayó.
Se despertó (no supo jamás después de cuánto tiempo) al sentirse levantado del suelo. En torno a él, una muchedumbre delirante gritaba de alegría frente a una montaña de pan caliente y dorado que emanaba un perfume exquisito.
Entonces se dio cuenta de que era llevado en triunfo: “¡Viva nuestro Rey! ¡Viva nuestro salvador!”.
Pensaba que no podía ser rey sin una corona… Cuando he aquí, que la gente que lo llevaba pasó cerca de un lago, y el Príncipe se vio reflejado con la corona más bella del mundo en la cabeza. Espigas de grano, doradas y llenas, lucían al sol en su frente, y con aquella corona el principito destronado fue coronado Rey.

LOS BOTES SALVAVIDAS.

LOS BOTES SALVAVIDAS.
(ANTHONY DE MELLO)
Se hallaba un sacerdote sentado en su escritorio, junto a la ventana, preparando un sermón sobre la Providencia. De pronto oyó algo que le pareció una explosión, y a continuación vio cómo la gente corría enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una presa, que el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.
El sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya a la calle en la que el vivía, y tuvo cierta dificultad en evitar dejarse dominar por el pánico. Pero consiguió decirse a sí mismo:
“Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia, y se me ofrece la oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir con los demás, sino quedarme aquí y confiar en que la providencia de Dios me ha de salvar”.
Cuando el agua llegaba ya a la altura de su ventana, pasó por allí una barca llena de gente.
“¡Salte adentro, padre!”, le gritaron.
“No, hijos míos, respondió el sacerdote lleno de confianza, confío en que me salve la providencia de Dios.”
El sacerdote subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra barca llena de gente que volvió a animar encarecidamente al sacerdote a que subiera. Pero él volvió a negarse.
Entonces se encaramó a lo alto del campanario. Y cuando el agua le llegaba ya a las rodillas, llegó un agente de policía a rescatarlo con una lancha motora.
“Muchas gracias, agente, le dijo el sacerdote sonriendo tranquilamente, pero ya sabe usted que yo confío en Dios, que nunca habrá de defraudarme”.
Cuando el sacerdote se ahogó y fue al cielo, lo primero que hizo fue quejarse ante Dios: “¡Yo confiaba en ti! ¿Por qué no hiciste nada para salvarme?”.
“Bueno, le dijo Dios, la verdad es que te envié tres botes ¿no lo recuerdas?”

LA SOPA COMPARTIDA.

LA SOPA COMPARTIDA.
(ANTHONY DE MELLO)
En un pequeño pueblo, una mujer se llevó una gran sorpresa al ver que había llamado a su puerta un extraño, correctamente vestido, que le pedía algo de comer.
“Lo siento”, dijo ella, “pero ahora mismo no tengo nada en casa.”
“No se preocupe”, dijo amablemente el extraño. “Tengo una piedra de sopa en mi cartera; si usted me permitiera echarla en un puchero de agua hirviendo, yo haría la más exquisita sopa del mundo. Un puchero muy grande, por favor.”
A la mujer le picó la curiosidad, puso el puchero al fuego y fue a contar el secreto de la piedra de sopa a sus vecinas. Cuando el agua rompió a hervir, todo el vecindario se había reunido allí para ver a aquel extraño y su piedra de sopa. El extraño dejó caer la piedra en el agua, luego probó una cucharada con verdadera delectación y exclamó:
“¡Deliciosa! Lo único que necesita es unas cuantas patatas”.
“¡Yo tengo patatas en mi cocina!”, gritó una mujer.
Y en pocos minutos estaba de regreso con una gran fuente de patatas peladas que fueron derechas al puchero. El extraño volvió a probar el brebaje.
“¡Excelente!”, dijo; y añadió pensativamente: “Si tuviéramos un poco de carne, haríamos un cocido de lo más apetitoso…”
Otra ama de casa salió zumbando y regresó con un pedazo de carne que el extraño, tras aceptarlo cortésmente, introdujo en el puchero. Cuando volvió a probar el caldo puso los ojos en blanco y dijo:
“¡Ah, qué sabroso! Si tuviéramos unas cuantas verduras, sería perfecto, absolutamente perfecto…”.
Una de las vecinas fue corriendo hasta su casa y volvió con una cesta llena de cebollas y zanahorias. Después de introducir las verduras en el puchero, el extraño probó nuevamente el guiso y, con tono autoritario, dijo:
“La sal”.
“Aquí la tiene”, le dijo la dueña de la casa.
A continuación dio otra orden:
“Platos para todo el mundo”.
La gente se apresuró a ir a sus casas en busca de platos. Algunos regresaron trayendo incluso pan y frutas.
Luego se sentaron todos a disfrutar de la espléndida comida, mientras el extraño repartía abundantes raciones de su increíble sopa. Todos se sentían extrañamente felices mientras reían, charlaban y compartían por primera vez su comida. En medio del alborozo, el extraño se escabulló silenciosamente, dejando tras de sí la milagrosa piedra de sopa, que ellos podrían usar siempre que quisieran hacer la más deliciosa sopa del mundo.

EL GUSANO.

EL GUSANO.
(LEONARDO DA VINCI, FÁBULAS)
Quieto sobre una hoja, el gusano miraba alrededor al resto de animales. Unos saltaban, otros comían, algunos cantaban… Incluso los había que volaban libres por el aire.
Todos los insectos estaban en continuo movimiento. Solamente él estaba sin voz, no corría y no volaba.
Sin embargo, no envidiaba a ninguno. Sabía que era un gusano, y que los gusanos deben aprender a hilar una baba fina para tejer su casa.
“A cada uno su destino”, pensaba. Por lo tanto, con mucho empeño, emprendió su trabajo. En pocos momentos se encontró envuelto en un cálido albergue de seda, aislado del resto del mundo.
“¿Y ahora?, se preguntó, qué sucederá.”
“Ahora quédate quieto y espera, le responde una voz. Todavía un poco de paciencia, y verás…”
Y en el momento justo despertó el gusano. Ya no era gusano. Salió fuera del capullo con dos hermosas alas, pintadas de vivos colores, y enseguida se elevó alto en el cielo. Se había transformado en mariposa y poseía libertad para volar.

EL CAZADOR.

EL CAZADOR.
Sé que asesino no eres. Tu corazón es bueno y leal el apretón de tu mano. Pero cuando de madrugada te colocas el arma al hombro sé lo que te aguarda en el campo.
Dicen que tienes derecho a jugar, tras el cansancio de tus trabajos… Pero tras tus juegos he visto a la pequeña liebre. Dime, ¿tú también has visto la mancha húmeda y roja de sangre alargarse en torno al agujero que sobre su piel abrió tu disparo?
Sé que no eres un asesino. Pero cuando de madrugada partes animoso y feliz con el morral en bandolera y el arma brillante, pronta a disparar su golpe… siento que desentona en la sinfonía de la Naturaleza.
He visto a la pequeña liebre agonizar. Dime, ¿tú también has visto en su ojo ya casi opaco, esa sombra de muerte inocente?
Sé que asesino no eres. Y yo respeto el misterio de aquellas leyes que hacen lícito al hombre jugar con un arma. Pero aquella pequeña liebre, con su bella piel horadada por la bala, con sus saltos encantadores truncados de golpe, con su mirada que implora vida antes de apagarse para siempre… era un poco mía. Aquella pequeña liebre forma parte de la herencia común que todos hemos recibido de la naturaleza. Nunca la debiste matar.

miércoles, 27 de mayo de 2009

BUSCANDO LA VERDAD.

BUSCANDO LA VERDAD.
Un joven sentía una obsesiva pasión por la Verdad, de modo que, abandonando a su familia y amigos, se marchó en su busca. Viajó por infinidad de países, navegó por muchos mares, subió innumerables montañas… En suma, pasó todo tipo de dificultades y sufrimientos.
Creyó encontrarla en multitud de ocasiones, pero siempre era un espejismo. Como si la verdad le fuera esquiva y huyera de él. Como era paciente y había aprendido a buscar en la vida, no se desanimó nunca y siguió buscando año tras año.
Un día, al despertar, se encontró con que tenía setenta y cinco años y aún no había descubierto la Verdad que tanto había buscado. Entonces, lleno de tristeza, decidió renunciar a dicha búsqueda y regresar a su casa. Caminaba como cansado y derrotado, con una fatiga muy grande en el alma. Incluso se preguntaba si su vida había tenido sentido.
El viaje de vuelta le llevó varios meses, porque ya era bastante viejo. Al llegar a su casa, abrió la puerta… y descubrió que la Verdad había estado esperándole allí pacientemente durante todos aquellos años.
En aquel momento comprendió lo ignorante que había sido: había ido a buscar lejos lo que siempre tuvo tan cerca.

EL HIJO DEL RABINO.

EL HIJO DEL RABINO.
(ANTHONY DE MELLO)
El rabino Abraham había llevado una vida ejemplar. Y cuando llegó la hora, dejó este mundo rodeado de la veneración y el afecto de su comunidad, que había llegado a considerarle como un santo y como la principal causas de todas las bendiciones que habían recibido de Dios.
Y algo parecido sucedía en “la otra orilla”, donde los ángeles salieron a recibirlo con exclamaciones de alabanza. Pero, en medio de todo aquel regocijo, el rabino, que parecía un tanto afligido y como retraído, conservó la calma y se negó a ser agasajado. Finalmente, lo condujeron ante el Tribunal, donde se sintió rodeado de una infinita y amorosa benevolencia y oyó una Voz que le decía con infinita ternura:“¿Qué es lo que te aflige, hijo mío?”.
“Santo entre los santos, respondió el rabino, yo soy indigno de todos los honores que aquí se me tributan. Aun cuando fuera considerado como un ejemplo para la gente, tiene que haber algo malo en mi vida, porque mi único hijo, a pesar de mi ejemplo y de mis enseñanzas, ha abandonado nuestra fe y se ha hecho cristiano.”
El Padre Eterno le respondió, con una sonrisa:
“Eso no debe inquietarte, hijo mío. Comprendo perfectamente cómo te sientes, porque tengo un hijo que hizo exactamente lo mismo”.

EL MEJOR DISCÍPULO.

EL MEJOR DISCÍPULO.
(CUENTO SUFÍ)
El Junaid tenía un discípulo al que prefería sobre todos los demás, lo que incitó los celos de los otros discípulos. El maestro –que conocía los corazones- se dio cuenta de ello.
-“Es superior en cortesía e inteligencia, les dijo. Hagamos una experiencia para que vosotros también lo comprendáis.”
Juanid ordenó entonces que le trajeran veinte pájaros, y les dijo a los discípulos:
-“Que cada uno coja un pájaro, se lo lleve a un lugar en el que nadie lo vea, lo mate, y me lo traiga luego”.
Todos los discípulos se fueron, mataron los pájaros y los volvieron a traer. Todos… salvo el discípulo favorito, que le devolvió vivo el pájaro.
-“¿Por qué no lo has matado?”, preguntó Junaid.
-“Porque el maestro ha dicho que tenía que hacerse en el lugar en el que nadie pudiese vernos, respondió el discípulo. “Pues bien, en todas partes a donde he ido, Dios me está viendo y además estaba presente mi conciencia que me dice que no puedo matar a ningún ser vivo.”
-“¿Veis su grado de comprensión? –exclamó Junaid -; comparadlo con los demás.”
Los discípulos pidieron perdón a Dios.

EL CONSEJO DEL OSO.

EL CONSEJO DEL OSO.
(L. TOLSTOI)
Dos amigos atravesaban un bosque intrincado y salvaje en el que no había vestigio alguno de la civilización.
De pronto apareció ante ellos un oso hambriento que les salió al encuentro con actitud amenazadora.
Uno de los dos amigos, atropellando al otro huyó rápido, sin preocuparse del compañero. Procurando su propia salvación se encaramó rápidamente a un árbol.
El otro, para salvarse, no encontró fórmula mejor que tirarse en tierra, quedándose inmóvil y sin respirar, como si estuviera muerto.
Llegó el oso, le lamió durante un buen rato y, creyéndole muerto, se fue.
Cuando el oso desapareció, el amigo que se había subido al árbol, todavía temblando, preguntó:
-“Cuando el oso se ha acercado, parecía que te estaba hablando. ¿Qué te ha dicho?”…
-“Me ha dicho una sola cosa: que no me fie nunca de los amigos como tú.”

LOS ZAPATOS.

LOS ZAPATOS.
Un rey vago y estúpido se quejaba de que la aspereza del suelo lastimaba sus pies. Era tan comodón que no podía soportar aquella incomodidad, así es que se puso a pensar cómo poder solucionar el problema.
Piensa que te piensa se le ocurrió alfombrar de cuero todo el país, sin reparar en lo costoso e imposible de su deseo. Y así ordenó que se hiciera.
El bufón de la corte se mataba de risa cuando el rey se lo contó.
“¡Es una idea absolutamente absurda. Majestad!”, exclamó. “¿A qué viene un gasto tan innecesario? ¡Mandad cortar dos trozos de cuero y protegeos con ellos vuestros reales pies!”.
Así lo hizo el rey. Y así se inventaron los zapatos.

EL DÍA Y LA NOCHE.

EL DÍA Y LA NOCHE.
Un maestro gurú caminaba con sus discípulos. El maestro enseñaba valiéndose de preguntas llenas de contenido, acertijos que guardaban en sí toda la sabiduría de la vida. Y siempre sorprendía a sus discípulos con sus sabias enseñanzas.
En cierta ocasión, mientras anochecía, preguntó a sus discípulos si sabrían decir cuándo acababa la noche y comenzaba el día.
El primero de ellos dijo:
“Cuando ves a un animal a distancia y puedes distinguir si es una vaca o un caballo”.
“No”, dijo el gurú.
“Cuando miras un árbol a distancia y puedes distinguir si es un pino o es una encina.”
“Tampoco”, dijo el gurú.
“Está bien, dijeron los discípulos, dinos cuándo es.”
“Cuando miras a un hombre al rostro y reconoces en él a tu hermano; cuando miras a la cara a una mujer y reconoces en ella a tu hermana. Si no eres capaz de esto, entonces, sea la hora que sea, aún es de noche.”

EL ENVENENADOR.

EL ENVENENADOR.
(JOERGENSEN)
En el laboratorio del alquimista empezaba a anochecer. Los últimos rayos del día penetraban por la gran ojiva para posarse sobre las páginas de los tomos de pergamino abiertos sobre la mesa.
La luz centelleaba sobre las pibias y los alambiques, jugueteaba a través de toda clase de líquidos verdes y amarillos colocados dentro de frascos tapados con sumo cuidado.
Debajo del crisol ardía una llama azulada, y encorvado sobre el crisol estaba el envenenador gris y viejo, envuelto en un sobretodo que le llegaba hasta los pies; sobre su cabeza calva tenía una gorra. Una máscara de vidrio le impedía respirar los vapores venenosos que salían del crisol.
El sol se ocultaba. Detrás de las torres y los campanarios de la ciudad, el cielo se pintaba de púrpura y todas las campanas tocaban el Ave María.
El envenenador interrumpió el trabajo, apagó la llama azulada y fue a abrir la ventana. Ya era casi de noche.
En aquella oscuridad el envenenador murmuraba.
“Últimamente han quemado a mi gran maestro en la Plaza de la Catedral, entre un delirio de alegría del populacho y de sus curas… ¡El hombre más noble, el mejor que jamás haya estado en el mundo! Un hombre que jamás había hecho mal a nadie, ni siquiera a una mosca… Un sabio tranquilo, que no se ocupaba más que de sus libros y que jamás había robado un centavo a nadie… Lo han quemado allá abajo… ¿Así que no está permitido destilar el veneno? Es una ciencia y un arte como todas las otras ciencias y artes. Yo vendo una mercancía a quien quiere comprarla, y no la vendo más cara de lo que vale. ¿Esto es ilegal, es deshonesto, es punible? Yo digo que no… Dicen que yo, que por vender mis venenos, soy yo culpable de los envenenamientos que suceden. ¿Acaso soy yo responsable del uso que hacen de mis venenos? Yo me lavo las manos: no sé nada de nada. Vivo tranquilo y regularmente como un santo fraile. Pago los impuestos y doy limosna a cuantos tocan a mi puerta. Entre mis cuatro muros no se comete ningún exceso. Soy un alquimista honesto. Vendo mi veneno, como los otros venden su pan. Hay quien tiene necesidad de pan, y quien tiene necesidad de veneno. El pan hace vivir a los unos, el veneno hace morir a los otros… Yo no puedo cambiar la naturaleza de las cosas”.
El viejo alquimista masculló éstas y otras cosas todavía, mientras entraba la noche. Encendió su lámpara de aceite, y con aquella débil luz meditó todavía, por mucho tiempo, sobre las páginas amarillentas de las obras de célebres toxicólogos. Después se fue a la cama.
El miedo lo despertó en medio de la noche, porque le parecía que los esbirros de los verdugos hubiesen ido para apresarlo. Pero ni siquiera en lo más profundo de su sueño la conciencia le mostró los cadáveres de aquellos que su veneno había matado.

LA TRANSFUSIÓN.

LA TRANSFUSIÓN.
Una niña estaba muriendo de una enfermedad de la que su hermano, de dieciocho años, había logrado recuperarse tiempo atrás.
El médico dijo al muchacho:
“Sólo una transfusión de tu sangre puede salvar la vida de tu hermana. ¿Estás dispuesto a dársela?”.
Los ojos del muchacho reflejaron verdadero pavor. Dudó unos instantes, y finalmente dijo:
“De acuerdo, doctor, lo haré”.
Una hora después de realizada la transfusión, el muchacho preguntó indeciso:
“Dígame doctor, ¿cuándo voy a morir?”.
Sólo entonces comprendió el doctor el momentáneo pavor que había detectado en los ojos del muchacho: creía que, al dar su sangre, iba también a dar la vida por su hermana.
Sólo entonces comprendió el doctor el gran gesto de generosidad que había tenido aquel muchacho de dieciocho años, porque no sólo había ofrecido su sangre: Había ofrecido su vida.

LA HERIDA QUE NO CURA.

LA HERIDA QUE NO CURA.
(ANTHONY DE MELLO)
Un ex-prisionero de un campo de concentración nazi fue a visitar a un amigo que había compartido con él tan penosa experiencia. De tanto en tanto solían encontrarse para comentar aquel tiempo terrible de horror y crueldad.
Tras saludarse como hermanos, la conversación recayó sobre el tiempo pasado y los recuerdos que afloraban en sus mentes. En un momento de la conversación el visitante preguntó a su amigo:
“¿Has olvidado ya a los nazis”.
“Pues no. Aún sigo odiándolos con toda mi alma.”
“Entonces, le dijo apaciblemente su amigo, aún siguen teniéndote prisionero.”
(Nuestros enemigos no son los que nos odian, sino aquellos a quienes nosotros odiamos).

UNA VIOLETA EN EL POLO NORTE.

UNA VIOLETA EN EL POLO NORTE.
(GIANNI RODARI. CUENTOS POR TELÉFONO)
Una mañana en el Polo Norte el oso blanco olfateó en el aire un olor insólito y lo hizo notar a la osa mayor (la menor era su hija):
-¿Habrá llegado alguna expedición?
Fueron los oseznos, los que encontraron la violeta. Era una pequeña violeta y temblaba de frío, pero continuaba perfumando el aire porque ése era su deber.
-Mamá, papá –gritaron los oseznos.
-Yo lo había dicho antes que había algo extraño –hizo la observación antes que nada el oso blanco a la familia –según mi parecer no es un pez.
-Seguro que no –dice la osa mayor-, pero tampoco es un pájaro.
-Tienes razón tú también –dice el oso, después de haber pensado un buen rato.
Antes de la tarde, se difundió por todo el Polo la noticia: un pequeño, extraño ser perfumado, de color violeta, había aparecido en el desierto de hielo, se sostenía en una sola pata y no se movía.
Para ver la violeta vinieron focas y morsas, de Siberia, vinieron renos, de América los bueyes almizcleros, y de lugares más lejanos todavía zorras blancas, lobos y garzas marinas. Todos admiraban la flor desconocida, su tallo tembloroso, todos olían su perfume.
-Para mandar tanto perfume –dice la foca – debe tener una reserva debajo del hielo.
-Yo lo había dicho antes –exclamó el oso blanco – que algo había debajo.
Así, precisamente, lo había dicho, pero nadie se acordaba.
Una gaviota, enviada al Sur para recoger información, volvió con la noticia de que el pequeño ser perfumado se llamaba violeta y que en ciertos países, allá abajo, había millones.
-Sabemos como antes –observó la foca. ¿Cómo es que esta violeta ha llegado precisamente aquí? Les diré lo que pienso: me siento algo perpleja.
-¿Cómo ha dicho que se siente? –preguntó el oso blanco a su mujer.
-Perpleja. Esto es, que no se sabe que peces agarrar.
-Eso –exclamó el oso blanco -, lo mismo que pienso yo también.
Aquella noche corrió por todo el Polo un pavoroso crujido. Los hielos eternos se estremecían como vidrios y en diferentes puntos se quebraron. La violeta emanó un perfume más intenso, como si hubiese decidido derretir de una sola vez el inmenso desierto helado, para transformarlo en un mar azul y cálido, o en un prado de terciopelo verde. El esfuerzo la agotó.
Al amanecer la vieron marchitarse, plegarse sobre su tallo, perder el color y la vida. Traducido con nuestras palabras y en nuestra lengua su último pensamiento debió haber sido más o menos este:
-He aquí, yo muero… Pero era necesario que alguien comenzara… Un día las violetas aparecerán por millones. Los hielos se derretirán y aquí habrá islas, casas y niños.

jueves, 7 de mayo de 2009

AHÍ FUERA.

AHÍ FUERA.
Érase una vez una mujer muy devota y llena de amor de Dios. Solía ir a la iglesia las mañanas y por el camino solían acosarla los niños y los mendigos, pero ella iba tan absorta en sus devociones que ni siquiera los veía.
Desde su más tierna infancia había aprendido a practicar sus devociones y estaba convencida de que allí, en la paz y quietud del templo, se encontraba con Jesús cada mañana.
Un buen día, tras haber recorrido el camino acostumbrado, llegó a la iglesia en el preciso momento en que iba a empezar el culto. Empujó la puerta, pero ésta no se abrió. Volvió a empujar, esta vez con más fuerza, y comprobó que la puerta estaba cerrada con llave.
Afligida por no haber podido asistir al culto por primera vez en muchos años, y no sabiendo qué hacer, miró hacia arriba… y justamente allí, frente a sus ojos, vio una nota clavada en la puerta con una chincheta.
La nota decía: “Estoy ahí fuera”.

miércoles, 6 de mayo de 2009

EL GORRIÓN DEL AULA-JAULA

EL GORRIÓN DEL AULA JAULA
(ALFONSO FRANCIA)
Escribía un día sobre los pajarillos, sobre su libertad envidiable, su vitalidad, su astucia, su alegría… Me levanté de la máquina para descansar un poco. Me asomé a la sala de al lado. Un gorrión estaba prisionero en aquella inmensa aula-jaula. ¿Cómo había entrado? Misterio. Poco importa, me dije, por qué está aquí, lo que interesa es liberarlo.
El pobre, cuando sintió mi presencia, se debatía, se agitaba, emprendía el vuelo, se estrellaba contra los amplios ventanales. Sufría yo con él por su falta de libertad y sus continuos, sus fortísimos golpes, cada uno de los cuales me parecía mortal. Luché por recogerlo. Le hablaba amistosamente. No lo conseguía. Cuanto más me acercaba, más rápidamente levantaba el vuelo y con mayor fuerza se estrellaba contra las ventanas. Se me ocurrió abrir varios ventanales. Inútil. Ofuscado, atontolinado por los golpes, como ciego y torpe, no sólo no comprendía mis buenas intenciones, sino que ni siquiera veía la puerta de la verdadera libertad. Desconocía, no descubría la libertad real de lo aparente. Creí que cualquier intento era el último, tal era la fuerza de su ofuscamiento. Por fin, pude cogerlo. No quise ni siquiera dedicar unos segundos para acariciarlo, sólo deseaba su libertad, me parecía urgente devolvérsela. Voló con viveza y agilidad como si nada hubiera pasado…
Pensé: ¿qué mensaje llevaría? ¿Qué recuerdo tendría de mí? ¿Cómo un monstruo sin entrañas, cazador y torturador? ¿Habrá salido de su inconsciencia y obcecación? ¿Habrá aprendido a distinguir el bien del mal, a los amigos de los enemigos, la realidad de los espejismos? ¿Seré capaz de soportar muchas veces que no se valores mis buenas intenciones y mi esfuerzo de liberación? Y yo ¿busco o acepto los márgenes de libertad de mi aula-jaula? ¿Arriesgaré incluso la vida por la libertad? ¿Las ansias de libertad me cegarán tanto que la busque, hasta destruirme, por caminos que no son los buenos? ¿No será posible que quienes considero enemigos me aportes libertad?